miércoles, 27 de febrero de 2013

Para no olvidar

En los últimos tres meses he bebido más té que si juntara todo el que he probado en mi vida. Antes mi cotidianidad incluía unas cuatro tazas de café, dos en la mañana, una a medio día y otra después de comer, sin excepción. Ahora reemplacé el café vespertino por una taza de té, y no es que ese sea un hecho trascendental, pero forma parte de esos cambios de la vida que suceden paulatinamente y que, de no mencionarlos o pensarlos, quedarían arrinconados para siempre en el cajón del olvido.

Últimamente me ha dado un poco de miedo olvidarme de cosas, aunque éstas puedan parecer insignificantes hechos pasados sin trascendencia. Así que voy a llevar una libreta todo el tiempo, para que en el momento justo en el que aparezca un recuerdo soterrado pueda escribirlo, y en ese proceso hacerlo existir para que no se desvanezca sin dejar rastro. 

No quiero olvidarme nunca del Greñas, el perro con alma blanca y pelo gris que gustaba de dormir en los toldos de los autos y era enemigo acérrimo de mi Bingo. Tampoco quiero olvidarme del día en que mi hermana y yo anduvimos por primera vez en su flamante y nueva bicicleta azul cuando, por bajarnos inocentes a mirar una flor, un tipo se la robó. No me quiero olvidar de cuando siendo muy niña, me aprendía de memoria poemas y trabalenguas que recitaba a la menor provocación, o de mi respuesta infantil cuando alguien me preguntaba "¿Karlita, qué vas a ser cuando seas grande?": "Estrella de cine".

El fin de año lo pasé en la playa con Nancy. Llevé una mochila con muy pocas cosas y no tenía dónde escribir. En medio de una laguna y el mar, con todo el día para pensar en el 2012, el convulso 2012, y meciéndome en la hamaca, sentía unas ganas inmensas de escribir detalladamente incluso sobre el ir y venir de mi movimiento sobre la arena. Por más insignificante que parezca, no quiero olvidarlo.

Encuentra otra hoja de papel. La coloca ante sí sobre la mesa y escribe estas palabras con su pluma: 
 Fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo.
Paul Auster
La invención de la soledad 


viernes, 8 de febrero de 2013

Hace exactamente dos años...


8 febrero del 2011.

Ayer en la noche, como desde hacía muchos años no me pasaba, estuve dándole vueltas al asunto del “sobrepeso” (entre comillas, sí). Aunque estoy bien consciente de que soy una mujer delgada, mi exceso adiposo me causa un conflicto que está acrecentándose. Ayer, además, estuve leyendo horas Los detectives salvajes, y casualmente (o causalmente, problema no resuelto aún), me topé con un capítulo exquisito (como todo el libro) compuesto por el monólogo de una tal Edith Oster, que narra su experiencia con Arturo Belano, uno de los “líderes” real visceralistas. Edith es una clasemediera e intelectual, que se la pasa leyendo en diferentes idiomas y viajando. Se encontró con Arturo en España, y aunque estaba viviendo con un tal Abraham (personaje gris), ella decidió dejarlo e irse a vivir, precariamente, con Arturo. Se la pasaban haciendo el amor todo el día, y ella le contó todos sus fantasmas, le contó acerca de su familia y del problema que en su adolescencia significó el sobrepeso. Edith era anoréxica, y llegó a pesar menos de cuarenta kilos, pero esa cuestión es un conflicto secundario en su vida, al que suele hacer referencia como un asunto más bien ajeno a ella misma, porque lo que narra en sí no es su peso, o su anorexia, sino la preocupación de su madre cuando pesaba poco, y su felicidad cuando no subía ni bajaba. Y así va trazando su memoria como un recorrido gris, al narrar su pasado como una sucesión de episodios decadentes, en los que no se vislumbra una emoción más allá que la indiferencia.

Es fascinante. El texto es complejo, la lectura es fluida, es riquísimo y exquisitísimo con referencias en francés y en latín. Está lleno de alusiones literarias y poéticas, pero el mundo intelectual y “editorial” no es más que el escenario de una realidad que se antoja decadente, en donde se hace gala del olvido cuando se tratan de atar los cabos de un tiempo ido y esbozado sólo a través de fragmentos que dan la impresión de estar desfasados e inconexos, en donde ni siquiera el tiempo da un suelo firme qué pisar, porque aunque la narración transcurre con fechas y lugares claros (regla básica de un detective: quién lo dijo, dónde y cuándo), en realidad se habla de un tiempo indefinido, siempre.

Y estoy fascinada, simplemente fascinada con Los detectives, y fascinada con mi presente a partir de que no doy clases. Y me siento fascinada con una realidad muy positiva, llena de carencias pero que no me causan ningún conflicto, y más bien por el contrario, esta precariedad me hace sentir una alegría inconmensurable cuando logro gastar menos de 30 pesos al día. No necesito más, en realidad. Con una bicicleta, con Internet gratis si voy a la biblioteca, con una caja de cereal en mi cuarto y una cuchara de plástico para comerlo, con la posibilidad de transportarme en bicicleta a todas partes, con unos padres que me alimentan, con una botella de plástico que puedo llenar en un bebedero gratuito, con un cúmulo de libros metidos en cajas, con la posibilidad de ver hacia adelante. Y leyendo, leyendo.

Y quiero leer más, más, aunque no pueda comprar libros.

Ayer, después de ver la película “Baaría” de Giussepe Tornatore (añadamos que Monica Belucci sale en la película. Esa mujer es una oda al esqueleto, y es preciosa), no podía dejar de pensar en el sobrepeso, no podía dejar de machacarme la cabeza con el hecho de que peso más de 55 kilos, de que no me quedó el pantalón que me había puesto hacía apenas unas semanas o en que mi trasero está demasiado crecido... Y ya, simplemente es una cuestión estética y burda, lo sé muy bien, y eso no me hace víctima de mi estupidez. Por eso me fascinó leer a Edith (saliendo de la mente de Bolaño). Ella es una mujer brillante, es lúcida, es inteligente, es depresiva, no encuentra sentido, y su anorexia no es el centro de su vida, por el contrario, es una cuestión secundaria que adereza con más decadencia su desesperanza.

Y sé que pensar estas cosas del sobrepeso no me hacen menos inteligente. Aunque sí van en contra del discurso feminista, están más allá de la racionalidad y tienen que ver con instinto, con pulsiones animadas por el capitalismo y reforzadas con la idea maltrecha de una perfección moldeada a partir de puros referentes insanos. Y las mujeres en medio de estos ideales soñando con la delgadez que no necesariamente esconde una intención tipo top model, sino que tiene que ver, quizá, con una manifestación más de la decadencia de un presente en donde abunda la comida aderezada con insatisfacción.

No me he pesado. Ni lo voy a hacer.