domingo, 23 de diciembre de 2012

Slam

Ahi estaba yo, en medio de miles de adolescentes eufóricos dispuesta a liberar un montón de energía a gritos y madrazos, escuchando melodías de fácil asimilación con instrumentos de viento, guitarras y cánticos de altos decibeles. Por primera vez en mi vida asistía en un concierto masivo autogestivo, y me sorprendía fácilmente con todo lo que veía a mi alrededor: la estrafalaria vestimenta en un mundo que me parecía mágico y surreal, el olor a marihuana invadiendo el ambiente, el lenguaje soez y la música escandalosa. No podía evitar empaparme de tan cáótico ambiente que vislumbraba divertido y liberador.

Tenía catorce años y portaba oronda una playera blanca con un dibujo de las Chicas Superpoderosas, igualita a la de mi amiga Verónica. Tomadas de la mano a lo largo de todo el concierto andábamos de aquí para allá disfrutando nuestra idea de rebeldía, rodeadas de un entorno que nos invitaba a portarnos mal igual que cuando nos íbamos de pinta y explorábamos la posibilidad de romper todo tipo de reglas con acciones absurdas.

Y así fue la primera vez que me metí a bailar slam, ese baile juvenil que consiste en brincotear sin sentido, dando y recibiendo madrazos. Lo único que se necesita para ser una gran bailarina de slam es intrepidez, y a mis catorce años eso me sobraba, por lo que fui de las mejores. La técnica es simple: estando en medio de un montón de gente donde parece haber poco espacio comienzas a establecer contacto visual con otras personas que parezcan dispuestas a aventarse. Así, se realiza un acuerdo tácito para “abrir cancha” y tomadas de las manos, esas personas empujan a las que están a su alrededor formando un círculo propicio para la bailada. Lo demás es simple, basta con brincar, girar, correr y dar manotazos y una que otra patada.

Pero eso no era todo pues el slam llegó a tornarse insuficiente, así que “volar” era otra actividad recurrente en mi repertorio dancístico adolescente. Para volar basta con ubicar el lugar en el que un masculino fortachón avienta gente. Se suelen abrir espacios para correr, y luego de hacer una pequeña fila se toma vuelo y finalmente se pone el pie en la mano del cabrón que te avienta detrás suyo. En tal caso a menor peso mayor altura, por lo que las mujeres solemos volar más alto. Yo me volví una experta y puedo decir orgullosa que nunca tuve ni un leve rasguño por andarme aventando encima de la gente. Caía acostada encima de cabezas de incautos que no se habían dado cuenta de que llovían personas del cielo, o en el peor de los casos iba directamente al piso, me levantaba inmediatamente y volvía de nuevo a bailar golpeando gente, por supuesto.

Qué buenos tiempos, caray, cuando no me daba la gana vislumbrar las consecuencias de mis actos y era capaz de hacer todo tipo de estupideces. Lástima que tal nivel de inconsciencia no volverá, aunque debo confesar que hace poco tiempo bailé una especie de slam muy tranquilo en un conocido antro de la ciudad, con jóvenes contemporáneos que, al igual que yo, se han vuelto temerosos pero conservan en su memoria los recuerdos de la intrepidez adolescente.