viernes, 13 de abril de 2012

Tuve la mascota más hermosa del mundo.

La memoria es una mezcla extraña de invención y recuerdos, y para ejemplificarlo contaré la verídica y maravillosa historia de mi primera mascota:

Amaneció como cualquier otro día, en aquellos tiempos en que las únicas ideas que rondaban por mi mente tenían que ver con muñecas y caramelos. Tenía aproximadamente unos cinco años, y todo a mi alrededor era luminoso y de colores pastel. Mi madre en aquellos tiempos cuidaba con sumo esmero unos hermosos alcatraces, que crecían muy orondos en el pequeño patio del pequeño terruño familiar. Esa mañana aquellas blancas hojas escondían para mí un regalo especial; sin saberlo me acerqué como cualquier otro día para tocar el centro amarillo y lleno de polen de las “trompetas” –así le llamaba a esas plantas-, e hice un descubrimiento maravilloso: había una mariposa!

Siempre fui cuidadosa con los seres vivos, fuesen éstos insectos, mamíferos o hasta plantas (recuerdo con nitidez que regañaba a los niños más pequeños cuando maltrataban las plantas, “les duele”, solía decirles), y esta vez no fue la excepción. Primero observé con cuidado aquella mariposa blanca que podría haber pasado desapercibida gracias al camuflaje natural, y después de un rato me dí cuenta de que no se movía demasiado. Lentamente me acerqué y con gran delicadeza tomé a esa mariposa por las alas, dándome cuenta al instante de que no podía volar. Por alguna razón desconocida para mí, aquella mariposa estaba herida y si la tomaba no oponía resistencia alguna. Al tocar sus suaves alas y ver su hermosura me maravillé sobremanera, y lo único que se me ocurrió fue colocarla con cuidado en mi playera, esperando que decidiera permanecer ahí. Efectivamente, debido a algún accidente previo aquella mariposa no volaría y se quedaría conmigo, en mi playera, adornando mi atuendo de la forma más pintoresca y única pues ninguna otra niña, jamás, había logrado que una mariposa la acompañara todo el tiempo en su pecho, sin moverse, cual broche elegantísimo.

Yo caminaba a todos lados con mi mariposa en el pecho, yendo de aquí para allá mirando de reojo cómo iluminaba con su blancura todo a su alrededor. Era feliz viéndola ahí quietecita, acompañándome en todos mis ágiles movimientos danzando de aquí para allá. Y así pasaron al menos dos días, en los que la mariposa estuvo conmigo desde el amanecer hasta que, llegada la noche yo la volvía a colocar en el alcatraz que la proveía de techo y alimento (todas las niñas sabemos que las mariposas se alimentan del centro amarillo de los alcatraces). Apenas salía el sol, y yo ya estaba en el pequeño jardín del pequeño terruño familiar esperando tomar de nuevo mi mariposa para ponerla en mi playera y brincotear por el pasto con sumo cuidado para no lastimarla.

Pero algo malo pasó.

Mi padre nos pidió, a mi mariposa y a mí, que lo acompáñáramos a la tienda. Por supuesto, dijimos, y partimos. Todavía no habíamos terminado la larga travesía de dos cuadras de camino cuando, repentinamente, apareció la vecina. Como siempre, permanecí en silencio mirando hacia arriba la conversación de los grandes, sin decir nada pues, yo estaba convencida de que los adultos eran aburridos y no había que dirigirles la palabra más que en lo absolutamente necesario, y solo para saludar si no queda otra opción. Papá se despidió y emprendimos de nuevo el camino cuando, de forma repentina y acusatoria me dirigio un leve manotazo al pecho diciendo “Por qué no saludas, niña!”. Me dio en el pecho! y no me dolió a mí, sino a mi mariposa. Un pequeño manotazo, muy leve, que a mi infantil cuerpo no podría lastimar, asesinó a mi mariposa, la mascota más hermosa y extraña que ninguna niña ha tenido jamás.