jueves, 13 de enero de 2011

Amanezco con la revolución ante mis ojos medio dormidos.

El monumento a la revolución se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano; amanezco con su imagen apareciendo imponente ante mis ojos, cuando me dirijo a la estación del metrobús recién re-bautizada como “Plaza de la República” (antes se llamaba, simplemente, Tabacalera). Y me resulta relevante que la Revolución (gran acontecimiento histórico que pasó casi desapercibido a cien años de su –oficial- inicio) conmemorada mediante el armatoste compuesto únicamente por la cúpula de un edificio que se avizoraba como imponente, quedara en medio de una alegoría de la división de poderes. Y no puedo evitar pensar que “Plaza de la República” se debería llamar una que resguarde, quizá, algún monumento a cualquier personaje de nuestro amplísimo panteón de liberales antimonarquistas. Pero no, la revolución quedó ahí en medio, aunque el republicanismo estuvo prácticamente ausente dentro del debate, peticiones o metas que ese movimiento perseguía.

Y pasar cada día cerca de esa gigantesca mole de piedra remodelada me ha hecho pensar cosas acerca de los significados que pueden leerse a través de cualquier monumento, que evoca un pasado que se considera conmemorable, y por lo tanto configura referentes que pretenden dejar una huella en la memoria. La revolución, por lo tanto, a partir de mi cercanía con el monumento que la trae al presente, es una alusión histórica que se ha convertido en parte de mi cotidianidad.

Y voy caminando siguiendo calles que recuerdan a puros liberales decimonónicos, de Guillermo Prieto a Valentín Gómez Farías, sintiéndome más liberal y anticlerical que nunca, para dirigirme a la Avenida de los insurgentes, pensando en las exitosas campañas de Morelos (las de Hidalgo nel, a él más bien lo suelo pensar con la imagen ibergüengoitiana del cura Periñón, jalando un cañón hacia arriba de un cerro), Guadalupe Victoria, Francisco Javier Mina y Vicente Guerrero.

Conforme me voy acercando, va apareciendo poco a poco el monumento: primero la cúpula que se va completando con una base sobria cuyo vacío en su interior me recuerda que la revolución, y el edificio que la conmemora, comparten un cosa: están inclonclusos. A su alrededor, veo los edificios que lo acompañan: bancos, oficinas, un frontón en huelga infinita y a su derecha: un edificio del PRI; y no puedo evitar imaginarme a la revolución siendo custodiada por un burócrata mirando hacia el monumento, a través de la ventana de una oficina del PRI llena de papeles viejos acumulados, que contendrían pendientes que no se realizarían nunca.

Sé que la revolución va a estar ahí cuando llegue por la noche, esperándome con su iluminación tricolor, para colorear con patrioterismo mi panorama nocturno.