Llegué a Santa María la Ribera cuando arrancaba el mes de septiembre. Había visitado el barrio por primera vez apenas unos meses antes, en una tarde lluviosa cuando al salir de la Biblioteca Vasconcelos supe que el famoso kiosco morisco estaba muy cerca. Aquella tarde me impresionó el tamaño y los exquisitos detalles desgastados de ese monumento, y me gustó mucho ver que los jóvenes se habían apropiado de ese espacio para patinar. Esa tarde fría no me imaginaba que en poco tiempo viviría aquí.
Entre los libros que traje a mi nuevo hogar incluí uno de Arturo Azuela: “Alameda de Santa María”; novela que por cierto no releí como planeaba. Pero aún así, con el ibro en las manos, recordaba los “nidos de ratas” que, descritos por el autor, fueron en algún momento motivo de conversación con mis compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo me estaba metiendo en uno, pensaba, y con una sonrisa en el rostro.
El kiosco se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano, y se renovó durante mi estancia, porque el monumento está en proceso de restauración. Cambió su estructura, igual que lo hacía yo, mientras veía día tras día a los trabajadores recubrir y colorear cada una de sus partes.
El nuevo proyecto de la Alameda de Santa María excluyó a los jóvenes de la nueva duela de madera del kiosco, que no tolera las ruedas agresivas de patines y patinetas. Se colocó piso nuevo en la plaza, y una mañana mientras yo corría, en sus extremos laterales fueron clavadas las viejas bancas de hierro que se mandaron hacer con motivo del centenario de 1910. Las cosas cambiaron, y me tocó ver apenas un pequeño esbozo de ello.
En varias ocasiones pude ver a las vecinas entusiastas que pretendían devolverle al barrio la vitalidad que, dicen, se había perdido poco a poco. Los nuevos inquilinos como yo, después de todo, somos una manifestación del desgaste de una colonia que materializó en algún momento la afrancesada confianza porfirista en el futuro. Glorias pasadas…
Desde que llegué, la consabida inseguridad que le da al barrio el sobrenombre de “Santa María la Ratera” formó parte de mis prejuicios. Recuerdo bien cómo la primera noche que salí a la esquina, tuve que pedir compañía para caminar 15 segundos en la calle. Poco a poco esa sensación de desamparo se fue perdiendo, y hasta me familiaricé con los indigentes y yonquis que rondan las calles a toda hora. Hoy, a cuatro meses de vivir aquí, salí por primera vez sola de noche, en busca de un café barato, y sin temor alguno caminaba pensando que mi cotidianeidad aquí se acabó. El año bicentenario se me va a ir junto con mi primera experiencia de “independencia”.
Pasó tiempo, no mucho, pero es ya perceptible. Durante mi estancia aquí algo se transformó. Además de los cinco kilos extras que me hacen ver menos raquítica, casi ya no tengo insomnio y he dejado de preocuparme por nimiedades. La rigidez que en algún momento me rigió como tabla de metal golpeándome con sus horarios y rutinas inamovibles, se esfumó, y ahora reina en mí un caos reconfortante. Ahí voy, sobreviviendo y convenciéndome de que el confort no radica en las comodidades, sino en la autosufieciencia.
Voy a empezar de nuevo. A ver qué pasa por la calle…