Tomo el control y comienzo a oprimir desaforadamente los botones. Las imágenes en el televisor se convierten en una extensión de mi habilidad y pericia. La historia bizarra que algún geek diseñó, se convierte repentinamente en una aventura propia. Así comienza el videojuego.
El tránsito que implica insertarse en una realidad paralela siempre me ha parecido sorprendente. Me inquieta el mecanismo mental por el que transita mi cerebro en el momento justo en que un videojuego da inicio. La mayoría tienen una introducción gráfica a la historia, y es a través de ella que los hechos más increíbles se materializan en la mente de quienes tomamos esa dinámica como propia, por la posibilidad de "jugar" a ser, y hacer, algo extraordinario, inimaginable, increíble e imposible.
Basta dejarse llevar un poco por un videojuego para convertirse en un ser inexistente, y comenzar a formar parte de acontecimientos virtuales, donde poco a poco las cosas más incoherentes van cobrando sentido y se convierten en un objetivo perseguido compulsivamente. Es entonces que los niveles de dificultad aumentan, mientras el reto de acabar con un enemigo empecinado en matar, se puede convertir en una válvula de escape de las frustaciones cotidianas.
De repente, sin darme cuenta, mi mente está ocupada en conseguir armas cada vez más poderosas, en utilizarlas en el momento justo, en tener el buen tino de de dar el tiro certero que destruya a mi enemigo o en correr lo más rápido posible para escapar de una catástrofe a mis espaldas. La dinámica puede ser incluso tan simple como apretar los botones de una guitarra insonora, para sentir que el rock adorna mi ordinaria apariencia.
Y sin pensarlo ni darme cuenta, tengo objetivos claros, que van transformándose al seguir fielmente una historia prediseñada. Los límites de la libertad están bien delineados por la electricidad que corre al interior de una consola, y pienso que la vida no suele ser tan distinta, si es que se cree en el destino.
Por eso los videojuegos, como certeza del futuro, pueden librarme un poco de la incertidumbre de la contingencia, porque creo firmemente que destino no hay.
El tránsito que implica insertarse en una realidad paralela siempre me ha parecido sorprendente. Me inquieta el mecanismo mental por el que transita mi cerebro en el momento justo en que un videojuego da inicio. La mayoría tienen una introducción gráfica a la historia, y es a través de ella que los hechos más increíbles se materializan en la mente de quienes tomamos esa dinámica como propia, por la posibilidad de "jugar" a ser, y hacer, algo extraordinario, inimaginable, increíble e imposible.
Basta dejarse llevar un poco por un videojuego para convertirse en un ser inexistente, y comenzar a formar parte de acontecimientos virtuales, donde poco a poco las cosas más incoherentes van cobrando sentido y se convierten en un objetivo perseguido compulsivamente. Es entonces que los niveles de dificultad aumentan, mientras el reto de acabar con un enemigo empecinado en matar, se puede convertir en una válvula de escape de las frustaciones cotidianas.
De repente, sin darme cuenta, mi mente está ocupada en conseguir armas cada vez más poderosas, en utilizarlas en el momento justo, en tener el buen tino de de dar el tiro certero que destruya a mi enemigo o en correr lo más rápido posible para escapar de una catástrofe a mis espaldas. La dinámica puede ser incluso tan simple como apretar los botones de una guitarra insonora, para sentir que el rock adorna mi ordinaria apariencia.
Y sin pensarlo ni darme cuenta, tengo objetivos claros, que van transformándose al seguir fielmente una historia prediseñada. Los límites de la libertad están bien delineados por la electricidad que corre al interior de una consola, y pienso que la vida no suele ser tan distinta, si es que se cree en el destino.
Por eso los videojuegos, como certeza del futuro, pueden librarme un poco de la incertidumbre de la contingencia, porque creo firmemente que destino no hay.