lunes, 18 de octubre de 2010

Videojuego

Tomo el control y comienzo a oprimir desaforadamente los botones. Las imágenes en el televisor se convierten en una extensión de mi habilidad y pericia. La historia bizarra que algún geek diseñó, se convierte repentinamente en una aventura propia. Así comienza el videojuego.

El tránsito que implica insertarse en una realidad paralela siempre me ha parecido sorprendente. Me inquieta el mecanismo mental por el que transita mi cerebro en el momento justo en que un videojuego da inicio. La mayoría tienen una introducción gráfica a la historia, y es a través de ella que los hechos más increíbles se materializan en la mente de quienes tomamos esa dinámica como propia, por la posibilidad de "jugar" a ser, y hacer, algo extraordinario, inimaginable, increíble e imposible.

Basta dejarse llevar un poco por un videojuego para convertirse en un ser inexistente, y comenzar a formar parte de acontecimientos virtuales, donde poco a poco las cosas más incoherentes van cobrando sentido y se convierten en un objetivo perseguido compulsivamente. Es entonces que los niveles de dificultad aumentan, mientras el reto de acabar con un enemigo empecinado en matar, se puede convertir en una válvula de escape de las frustaciones cotidianas.

De repente, sin darme cuenta, mi mente está ocupada en conseguir armas cada vez más poderosas, en utilizarlas en el momento justo, en tener el buen tino de de dar el tiro certero que destruya a mi enemigo o en correr lo más rápido posible para escapar de una catástrofe a mis espaldas. La dinámica puede ser incluso tan simple como apretar los botones de una guitarra insonora, para sentir que el rock adorna mi ordinaria apariencia.

Y sin pensarlo ni darme cuenta, tengo objetivos claros, que van transformándose al seguir fielmente una historia prediseñada. Los límites de la libertad están bien delineados por la electricidad que corre al interior de una consola, y pienso que la vida no suele ser tan distinta, si es que se cree en el destino.

Por eso los videojuegos, como certeza del futuro, pueden librarme un poco de la incertidumbre de la contingencia, porque creo firmemente que destino no hay.


miércoles, 6 de octubre de 2010

Insomnio común

Incluso había comenzado a inventar palabras. Estaba imaginando a un señor que, sentado en una banqueta, saboreaba una dona de chocolate, y esa idea la llevó automáticamente a pensar en la polución del medio ambiente. Eso no tenía relación alguna con el chocolate, o con un señor, quizá indigente, que comía en la calle. Pero aún así continuaba hilando pensamientos aparentemente inconexos que relacionaron la polución con la población, y con el Fondo para la Paz de las Naciones Unidas (¿hay un fondo para la paz de las Naciones Unidas?). La nueva palabra había salido de una cadena de incoherencias, que solían surgir en el estrecho límite entre el sueño y la vigilia. Es ese momento en que el subconsciente comienza a hacer su grandioso acto de aparición, grandioso, porque es un anhelo constante lograr que se difumine la lucidez para dar paso al sueño. El cuerpo se vuelve liviano automáticamente, la respiración profunda, y cada exhalación dura un poco más que de costumbre. Es en ese justo instante en donde los sonidos del ambiente, si es que los hay, se sumergen en los pensamientos más recónditos, confundiéndose con un soliloquio interno en el que la coherencia no tiene cabida. Y es ahí justamente cuando, con la mínima consciencia de que el estado onírico está por llegar, la mente divaga, y recuerda un día quizá tranquilo, quizá agitado, en el que los mínimos detalles que parecían ser irrelevantes, pueden ser el centro de una trama complejísima de acontecimientos físicamente imposibles. Así comenzaba el final del insomnio. Ya faltaba sólo un poco para que la mente que cavilaba sobre preocupaciones y sentimientos inconclusos, se ocupara de sus habituales incoherencias nocturnas. Pero un ruido hizo un estrépito en el ambiente, y el proceso anhelado de sueño fue interrumpido para dar pie a un nuevo estado de vigilia o lucidez muy intenso. Y fue entonces que despertó del ligerísimo estado noctámbulo, que tanto esfuerzo le había costado alcanzar, para comenzar de nuevo a maquinar sin control un montón de ideas que rondaban en aquél momento su cabeza. No había problema alguno con mantenerse despierta. No era la primera vez que no podía conciliar el sueño, pero esta ocasión pasaba algo distinto, algo un poco más incómodo que de costumbre. La palabra que estaba pensando en el momento justo en que el estrépito la despertara fue "karma". Y pensó en lo estúpido de su significado. Se supone que hay una especie de ley universal en la que todos los actos de un ser humano tienen consecuencias proporcionales. Y eso se coloca en el campo de la ética, porque lo malo trae cosas malas mientras lo bueno trae cosas buenas (no hay cosa más burda). Y es una idea completamente absurda, que borra la contingencia y el azar, y lleva a los actos humanos a una especie de "sala de espera" del tiempo, en donde aguardan hasta que obtienen su predecibe consecuencia. Pero el mundo no funciona así, seguía pensando en lo absurdo del término, los seres humanos pueden tomar decisiones en momentos coyunturales, relevantes o no (eso no importa), y eso trae de inmediato una respuesta. Incluso quedarse estático trae sus consecuencias, y éstas no tienen una relación con los valores. Simplemente suceden, y ya. Las consecuencias son, en cierta medida, impredecibles, y no están sujetas a una especie de vigilancia ultraterrena que todo lo sabe, porque en el campo de valores, como en todo, no hay nada absoluto. Y lo bueno o lo malo depende, depende... Y se daba cuenta de que la disertación nocturna aparecía juzgable, como todo, en un lugar sin certezas. Y la perorata de siempre había aparecido. No, no sé. Que los actos humanos deben ser responsables, simplemente por una carga moral autoimpuesta, y no por el temor a un castigo del "destino", que llegará como un adelanto del juzgado que espera a los seres humanos tras la muerte, pensarían los que aún creen en dios, o dioses, o diosa, o diosas (eso es lo de menos). Pero ella hace mucho tiempo que dejó eso atrás, y simplemente estaba sin vigilancia interna ni externa y en busca de lo que podría regir de forma ética su existencia. Y la idea del castigo, desde la abolición mental del infierno, había perdido todo el sentido, como un montón de cosas. Pero sabía también que no hay nada inmutable, y por eso, supo de inmediato que quizá, algún día podía volver a creer en el castigo. Pero sabía también, que eso era prácticamente imposible, porque no le daba la gana, y ya. No había respuesta más avasallante que esa, que el "no me da la gana" que destruye cualquier razón poderosa. Y la pensaba, constantemente, desde que en algún manifiesto político, escuchó que la primera razón para justificar la postura asumida ellas decían: "porque nos da la gana". ¿Cómo podría alguien rebatir esa razón, en un mundo abierto a casi todas las posibilidades, y si castigos ni "karmas"?