martes, 25 de mayo de 2010

El metro, metáfora de la corrupción.

La desorientación siempre va conmigo. Es una compañera que me arrebata la atención hacia el espacio y las señales más simples, y me lleva por caminos poco ortodoxos, a veces sinuosos y confusos. Pero está bien, porque suele poner a prueba mi capacidad de disimulo y me quita la vergüenza de pasar por el mismo lugar una y otra vez en busca del letrero preciso que me indique a dónde debo ir. Es que sorprendentemente, los caminos que suelo recorrer regularmente parecen transformarse de una forma tan vertiginosa, que mi cerebro es incapaz de reconocer las mismas esquinas, las luces, los grafitis y los colores de las paredes.

El problema es que la ciudad nunca es exactamente igual. Se encuentra en una dinámica tan rápida, que ha absorbido mi orientación natural basada en el espacio y el tiempo -que en algún momento respondía a referentes naturales y estables, como el movimiento del sol-, y la ha convertido en una inagotable inquietud por el triunfo del contrarreloj contra las obras públicas, contra el azar y, sobre todo, en un caótico impulso por reconocer señales gráficas que me hagan moverme como lo establecieron los burócratas dictadores del planeamiento urbano.  Y todo esto se vuelve más notorio en los pasadizos subterráneos que suelo utilizar para transportarme, porque aunque éstos están diseñados para que se agilice el transporte, a mí el hecho de andar por debajo de la ciudad con la consigna de ver la luz del sol hasta que llegue a mi lugar de destino siempre se me complica un poco.

Es que el metro es una ciudad alterna construida cual inframundo en que el tiempo se detiene, y las personas obsequiamos a la eternidad un montón de horas perdidas, que desaparecerán de la memoria por inútiles, por monótonas y por lineales. En el metro siempre pueden encontrarse las indicaciones exactas sobre cómo llegar a un transborde, en qué estación bajar y hacia dónde caminar para subir de nuevo a la superficie. Sin embargo, esta estricta planeación dejó abierto alguno que otro recoveco que dejó abierta la posibilidad para que las personas desafiáramos las reglas establecidas, y en vez de seguir la flecha que dice exactamente por  donde va la “correspondencia”, exploráramos caminos alternos que nos libraran de subir una escalera, de caminar diez pasos más, o mejor aún, nos dieran la valiosísima oportunidad de entrar primero al vagón para correr desesperadamente en busca de apañar un lugar vacío.

Así, aunque hay reglas bien claras que todos los usuarios del metro hemos acatado, siempre se da el caso de que un necio machín insista en entrar al lugar asignado sólo a las féminas perfumadas por las mañanas y sudorosas por las tardes, o de que se hayan creado rutas alternas que hacen irrisoria la existencia de los letreros de “no pasar”. Pero a personas desorientadas como yo, que solemos ir por la vida “papaloteando”, esto nos complica un poco las cosas, porque en medio de la vorágine de una hora pico en una estación concurrida, los desorientados solemos caminar llevados por la masa ingente, y nos damos cuenta muy tarde de que el camino recorrido no es el correcto.

Como muchos de los letreros creados ex profeso para orientar a los neófitos son ignorados por los veteranos, los desorientados tenemos que echar a andar la mexicanísima costumbre de no seguir las reglas y encontrar caminos alternos. Lo más curioso de esto, es que se va convirtiendo poco a poco en La Forma de hacer que obras (como el metro) funcionen, aunque hayan sido planeadas con rigidez matemática. Y así pasa diario, y los letreros se van volviendo obsoletos, pero nadie los quita de su lugar.

Y así fue que por fin comprendí cómo en mi país lo que mejor funciona es la corrupción.

lunes, 10 de mayo de 2010

El Puente Maldito

En el camino a mi casa hay un puente maldito. Es uno de los múltiples recovecos citadinos en que ha florecido la inseguridad. De noche pasar por ahí me producía un temor inexplicable de paranoia y vértigo al ver sus oscuras escaleras solitarias. Es que ahí me asaltaron hace varios años a plena luz del día. Yo iba a visitar a una amiga que vive muy cerca, y me amenazó un tipo flacucho, al que fácilmente pude haber tirado de la escalera con un patadón samurai. Pero no lo hice, porque yo era adolescente y me sentía muy vulnerable. El tipo aquél me dijo muchas groserías, mientras me amenazaba con que tenía un cuchillo en la mochila y me iba a “picar”. Le di mi cartera temblando, y me dijo “no te pongas nerviosa” con voz rasposa, lo que más bien me hizo sentir coraje y también un poco de inexplicable confianza que me hizo pedirle mi credencial de la prepa.

En otra ocasión, hace poco tiempo, iba subiendo las escaleras del mismo puente para ir a la escuela, cuando un tipo que venía frente a mí bajándolas se me quedó viendo y me dio una nalgada. Fue un momento horrible, en que sentí que mi bilis se derramaba de coraje y me hervía la cabeza. Lo peor fue que al voltear a ver a ese despreciable ser humano, éste me miró con una sonrisa burlona de negra y asquerosa dentadura. Esa burla significaba que estaba orgulloso de lo que había hecho, y de que se sabía inmune ante mi, porque aunque ese execrable tipo no estaba muy dotado de estatura ni masa muscular, sabía que yo no me atrevería a querer vengarme rompiéndole la cara sino que más bien querría huir. Tristemente, el escenario inhóspito de un puente peatonal me dejaba sola ante un degenerado, que intentaría saciar su insatisfacción y desdicha con una agresión efímera que lo hiciera sentir el poder que la sociedad le niega todo el tiempo. Lo único que pude hacer fue gritarle alguna groseria que finalmente le hizo ver que me sentí ultrajada y que, por lo tanto, había logrado su cometido.

Como ese puente se convirtió en el escenario de actos como ese, hace poco pusieron policías que permanecían ahí día y noche. Pero el “operativo” duró muy poco, y ahora sigue sin vigilancia alguna. Por eso muchas personas prefieren atravesar el Periférico corriendo, lo que resulta más peligroso, pero menos inseguro, porque el control de sus vidas está en su propia agilidad y pericia, y no en la voluntad chaca de un asaltante desquiciado.

Hasta hace unas semanas, solía evitar a toda costa atravesar sola ese puente en las noches, pero por necesidad lo he tenido que hacer últimamente, lo que ha sido bueno porque el miedo se ha ido esfumando paulatinamente. Supongo que el hecho de obligarme a hacer algo que me atemorizaba me hizo ver que no estaba tan mal como lo visualizaba. Incluso hace poco iba yo sola caminando por ahí en la noche, con los audífonos puestos escuchando a Ray Charles, y no pude evitar sonreír y sentirme muy segura en la oscuridad. Y el hecho de que me sintiera segura justo ahí mientras caminaba con ritmo y estilo, me dio una sensación de autocontrol muy placentera por haberme desafiado a mi misma a través de un puente cuya peligrosidad me rebasa.

Sé que es una forma estúpida de sentirse bien, porque implica cierto “riesgo” (digo, tampoco voy a caer en actitudes suicidas en esta ciudad de locos). Pero también implica que puedo andar sola en las calles sin paranoia y con cierta libertad. La ciudad, después de todo, no es tan mala como la pintan.

jueves, 6 de mayo de 2010

Paradójica desdicha feliz

Vi noticias. Estaban hablando del derrame de petróleo y del número exorbitante de animales que podrían morir por ese desastre, y no pude evitar sentir que mi ánimo se iba al inframundo. Pocos días después hablaban de la contingencia ambiental en la Ciudad, y recordé que este escenario gris y decadente existe desde que tengo memoria. Recuerdo muy bien que cuando era niña me enteraba de la contaminación porque ese día no salía al recreo. Ahora, creo identificar síntomas claros en mi cuerpo a causa de los imecas: irritación en los ojos, sequedad en la garganta y dolor de cabeza.

Que el mundo se está calentando ya no es noticia. De tan sabido aburre. Pero aún así me sorprendo por la ola de calor infernal que invade el ambiente, y eso que a mi el calor me encanta, pero el bochorno que me hace sudar me lleva a entender por qué casi todas las personas prefieren el clima gélido. Pareciera que ahora el sol se está vengando con cada uno de sus rayos de una humanidad inclemente con su obra maestra, y tiene razón: ya la cagamos.

Lo peor de esto es que debo conjugar el verbo cagar en la primera persona del plural, porque me guste o no formo parte de la especie que arruinó las cosas. Mea culpa, mea culpa: uso gasolina, pilas, gas, energía eléctrica, produzco basura y hasta exhalo CO2 y gas metano que destruye la capa de ozono. Y por más que quiera, con el simple hecho de existir ya me chingué algo.

Ante este panorama decadente (no sólo por la situación ecológica, sino por un sinnúmero de cosas), la felicidad parece ser sinónimo de inconsciencia, porque ¿cómo diablos alguien puede estar feliz en un mundo que se deteriora a cada segundo? Por eso yo le comentaba a un amigo (hola Tadeusz!), luego de que me hizo la clásica pregunta para iniciar una conversación, ¿cómo estás?, que estaba extrañamente contenta, pero que eso mismo me hacía sentir incómoda. Es que el espíritu de estos tiempos debería ser la desdicha, y estar optimista es como manejar un auto en sentido contrario con los ojos cerrados.

Pero la sonrisa a veces se me escapa de los labios, y la idea de que no puedo evitar el futuro, pero sí tratar de moldearlo de una forma en que sea posible que mi inconsciencia aparezca repentinamente, me reconforta un poco frente a este clima acalorado y seco. El problema es que enseguida me crea conflicto sentir esta cosquilla de esperanza…