La desorientación siempre va conmigo. Es una compañera que me arrebata la atención hacia el espacio y las señales más simples, y me lleva por caminos poco ortodoxos, a veces sinuosos y confusos. Pero está bien, porque suele poner a prueba mi capacidad de disimulo y me quita la vergüenza de pasar por el mismo lugar una y otra vez en busca del letrero preciso que me indique a dónde debo ir. Es que sorprendentemente, los caminos que suelo recorrer regularmente parecen transformarse de una forma tan vertiginosa, que mi cerebro es incapaz de reconocer las mismas esquinas, las luces, los grafitis y los colores de las paredes.
El problema es que la ciudad nunca es exactamente igual. Se encuentra en una dinámica tan rápida, que ha absorbido mi orientación natural basada en el espacio y el tiempo -que en algún momento respondía a referentes naturales y estables, como el movimiento del sol-, y la ha convertido en una inagotable inquietud por el triunfo del contrarreloj contra las obras públicas, contra el azar y, sobre todo, en un caótico impulso por reconocer señales gráficas que me hagan moverme como lo establecieron los burócratas dictadores del planeamiento urbano. Y todo esto se vuelve más notorio en los pasadizos subterráneos que suelo utilizar para transportarme, porque aunque éstos están diseñados para que se agilice el transporte, a mí el hecho de andar por debajo de la ciudad con la consigna de ver la luz del sol hasta que llegue a mi lugar de destino siempre se me complica un poco.
Es que el metro es una ciudad alterna construida cual inframundo en que el tiempo se detiene, y las personas obsequiamos a la eternidad un montón de horas perdidas, que desaparecerán de la memoria por inútiles, por monótonas y por lineales. En el metro siempre pueden encontrarse las indicaciones exactas sobre cómo llegar a un transborde, en qué estación bajar y hacia dónde caminar para subir de nuevo a la superficie. Sin embargo, esta estricta planeación dejó abierto alguno que otro recoveco que dejó abierta la posibilidad para que las personas desafiáramos las reglas establecidas, y en vez de seguir la flecha que dice exactamente por donde va la “correspondencia”, exploráramos caminos alternos que nos libraran de subir una escalera, de caminar diez pasos más, o mejor aún, nos dieran la valiosísima oportunidad de entrar primero al vagón para correr desesperadamente en busca de apañar un lugar vacío.
Así, aunque hay reglas bien claras que todos los usuarios del metro hemos acatado, siempre se da el caso de que un necio machín insista en entrar al lugar asignado sólo a las féminas perfumadas por las mañanas y sudorosas por las tardes, o de que se hayan creado rutas alternas que hacen irrisoria la existencia de los letreros de “no pasar”. Pero a personas desorientadas como yo, que solemos ir por la vida “papaloteando”, esto nos complica un poco las cosas, porque en medio de la vorágine de una hora pico en una estación concurrida, los desorientados solemos caminar llevados por la masa ingente, y nos damos cuenta muy tarde de que el camino recorrido no es el correcto.
Como muchos de los letreros creados ex profeso para orientar a los neófitos son ignorados por los veteranos, los desorientados tenemos que echar a andar la mexicanísima costumbre de no seguir las reglas y encontrar caminos alternos. Lo más curioso de esto, es que se va convirtiendo poco a poco en La Forma de hacer que obras (como el metro) funcionen, aunque hayan sido planeadas con rigidez matemática. Y así pasa diario, y los letreros se van volviendo obsoletos, pero nadie los quita de su lugar.
Y así fue que por fin comprendí cómo en mi país lo que mejor funciona es la corrupción.