Hace apenas tres años, el mismo recorrido me habría tomado quizá una hora menos. Miro por la ventana del camión, que además viene llenísimo, y me doy cuenta de que en casi todos los autos va sólo un pasajero: el conductor, y eso me pone triste. En medio del tráfico y con el cansancio encima, no puedo tener pensamientos optimistas hacia la humanidad, y más bien me imagino un estereotipo de execrables personas cuyas vacías vidas giran alrededor de su auto.
Pienso cómo desde que eran niños, estos conductores jugaban con sus hot weels cumpliendo así con una parte importante de un proyecto histórico que hoy ya está llegando a sus límites. Se les estaba educando para luchar por conseguir bienes materiales, de los cuales, uno de los más importantes era el automóvil, no por casualidad, sino porque sólo así se echaría a andar en toda su magnitud el negocio del petróleo. Ese niño que jugaba con carritos, creció creyendo que un auto atraería chicas. No era un ingenuo, porque efectivamente, cuando se compró su primer auto vio que las mujeres comenzaban a decirle que sí...
Además, el carro es una muestra de la personalidad, del estatus, y sobre todo, una extremidad artificial que da muestra de poder, en este mundo en que las cosas que existen son sólo aquellas que se ven. Por eso para muchos es vergonzoso ir en transporte público. Se sienten disminuidos, les da pavor pensar que no existen, que forman parte de una masa indefinida que se confunde entre la insignificancia y la desdicha, porque no tienen duda de que son porque tienen. Y por eso se deben apretar fuertemente el volante, deben escuchar los gemidos del motor y deben anunciar su ser con el salvaje sonido del claxon. Así, salen de la oficina con dolor de cabeza, odiando al jefe, a refugiarse del mundo en una burbuja con asientos de piel y clima artificial.
Por eso el día que me encontré a mi ex-jefe de la adolescencia en el pesero, tuvo que justificarse. Le dio vergüenza que yo, una insignificante adolescente que iba cada semana a la oficina a recoger volantes para repartir en las calles, lo viera viajando así. Sintió que estaba bajando al nivel de gente tan común como yo, que fui su subordinada oficial y por eso me saludo y me explicó que se le había descompuesto el coche. Yo no se lo pregunté, pero parecía muy interesado en que yo me enterara que sí tenía auto, que sí tenía valor, y que por lo tanto, seguía siendo superior a mi...
Pero, de repente estoy varada en un tráfico insufrible, pensando cómo el anhelo tan "normal" de tener un auto ya desquició todo. La finalidad esencial, que es la de la movilidad, ya no puede satisfacerse con un auto, sin mencionar cómo las medidas para reducir la contaminación son insuficientes... Son peor que insuficientes, son un campo más para que florezca la corrupción: aquí las verificaciones vehiculares, que miden la cantidad de contaminantes y determinan si un auto puede o no circular, quedan garantizadas con dinero.
No importa, las personas seguirán anhelando un auto, y lo usarán para aumentar su neurosis en medio de este tráfico que me tiene hasta la madre!!!
(eeeee, ya tengo bici!!!)
… el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada uno una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra y otra.“La autopista del sur”Julio Cortázar