domingo, 21 de febrero de 2010

En las calles ando

Viernes. Periférico a las 7:00 pm.

Hace apenas tres años, el mismo recorrido me habría tomado quizá una hora menos. Miro por la ventana del camión, que además viene llenísimo, y me doy cuenta de que en casi todos los autos va sólo un pasajero: el conductor, y eso me pone triste. En medio del tráfico y con el cansancio encima, no puedo tener pensamientos optimistas hacia la humanidad, y más bien me imagino un estereotipo de execrables personas cuyas vacías vidas giran alrededor de su auto.

Pienso cómo desde que eran niños, estos conductores jugaban con sus hot weels cumpliendo así con una parte importante de un proyecto histórico que hoy ya está llegando a sus límites. Se les estaba educando para luchar por conseguir bienes materiales, de los cuales, uno de los más importantes era el automóvil, no por casualidad, sino porque sólo así se echaría a andar en toda su magnitud el negocio del petróleo. Ese niño que jugaba con carritos, creció creyendo que un auto atraería chicas. No era un ingenuo, porque efectivamente, cuando se compró su primer auto vio que las mujeres comenzaban a decirle que sí...

Además, el carro es una muestra de la personalidad, del estatus, y sobre todo, una extremidad artificial que da muestra de poder, en este mundo en que las cosas que existen son sólo aquellas que se ven. Por eso para muchos es vergonzoso ir en transporte público. Se sienten disminuidos, les da pavor pensar que no existen, que forman parte de una masa indefinida que se confunde entre la insignificancia y la desdicha, porque no tienen duda de que son porque tienen. Y por eso se deben apretar fuertemente el volante, deben escuchar los gemidos del motor y deben anunciar su ser con el salvaje sonido del claxon. Así, salen de la oficina con dolor de cabeza, odiando al jefe, a refugiarse del mundo en una burbuja con asientos de piel y clima artificial.

Por eso el día que me encontré a mi ex-jefe de la adolescencia en el pesero, tuvo que justificarse. Le dio vergüenza que yo, una insignificante adolescente que iba cada semana a la oficina a recoger volantes para repartir en las calles, lo viera viajando así. Sintió que estaba bajando al nivel de gente tan común como yo, que fui su subordinada oficial y por eso me saludo y me explicó que se le había descompuesto el coche. Yo no se lo pregunté, pero parecía muy interesado en que yo me enterara que sí tenía auto, que sí tenía valor, y que por lo tanto, seguía siendo superior a mi...

Pero, de repente estoy varada en un tráfico insufrible, pensando cómo el anhelo tan "normal" de tener un auto ya desquició todo. La finalidad esencial, que es la de la movilidad, ya no puede satisfacerse con un auto, sin mencionar cómo las medidas para reducir la contaminación son insuficientes... Son peor que insuficientes, son un campo más para que florezca la corrupción: aquí las verificaciones vehiculares, que miden la cantidad de contaminantes y determinan si un auto puede o no circular, quedan garantizadas con dinero.

No importa, las personas seguirán anhelando un auto, y lo usarán para aumentar su neurosis en medio de este tráfico que me tiene hasta la madre!!!

(eeeee, ya tengo bici!!!)
… el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada uno una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra y otra.
                                           “La autopista del sur”
                                                           Julio Cortázar

domingo, 14 de febrero de 2010

De la decena trágica.

Es temporada de zopilotes”…Fue la última frase del libro.*

Estaba trepada en el pesero, y acabé de leer ese texto acerca de la “decena trágica” escrito por Paco Ignacio Taibo II, cuando me vino esa sensación pasajera de saberlo todo. Es sólo un pequeño instante en que puedo saborear las cosas que alguien más narró, que se encuentran estáticas en forma de letras esperando que alguien las reviva con la mirada. Y me siento privilegiada por haber sido cómplice de esos susurros visuales, que no pasan por mis oídos, sino por mis ojos.

Aunque esa sensación suele suceder siempre al final de un buen libro, esta vez pasó algo distinto. Algo un poco más especial.

Era 9 de Febrero, mismo día en que hace 97 años fue tomada la Ciudadela por los militares antimaderistas que se empeñarían en derrocar al primer presidente electo tras los años de porfirismo: Francisco I. Madero, aquél chaparrín chistosón, que creía en espíritus y fue tan ingenuo que no se dió cuenta de que sus subalternos andaban conspirando en su contra. Él ha sido el principal mártir de nuestro panteón nacionalista por demócrata, en estos años en que la democracia se nos presenta como la panacea de los sistemas políticos.

Aahh! Lo mataron.

Es que era un tipo peligroso, porque la legitimidad estaría en su favor mientras viviera. Si no se rajó con el aparato militar y político del Díaz, segurito hubiera planeado algo contra el Huerta, o quien fuera… Total, lo mataron. No lo mandaron a Cuba a tomar mojitos, como lo propuso el embajador cubano en México. Lo mataron. Y mataron a su hermano, por grillero también.

Pero al menos no lo sacaron de Palacio en pijama…

Como sea, fue un demócrata de hueso colorado, y por lo tanto un confiadote e ingenuote que creía que el “pueblo” existía por sí mismo. Que creía que el “pueblo” siempre sabría lo que era bueno para la “patria”, que creía en la libertad de expresión aunque los medios impresos fueran propiedad de sus enemigos, y que, en fin, también creía que los espíritus le hablaban.

Por eso se lo echaron, porque la revolución la hicieron con la fuerza, no con ideales bizarros.

Levanté la mirada después de leer que la viuda de Don Panchito Madero, Sara Pérez (o el sarape de Madero, como la apodaron en la época), vistió de luto hasta el último día de su vida, cuando vi que pasaba justo frente a la Delegación Venustiano Carranza. Moría de ganas de correr a abrazar la estatua del remedo de Coronel Sanders, para sentir que la venganza es dulce. Pero tenía que llegar al AGN, antes cárcel de Lecumberri, y entrar  por el mismito lugar en que encontraron el cadáver de Madero todo cubierto de piedras la mañana del 22 de Febrero de 1913…

decena2

*Paco Ignacio Taibo II, Temporada de zopilotes, México, Planeta, 2009.

lunes, 1 de febrero de 2010

El Mar

(Estos son pensamientos chairos de un viaje chairo a la playa. No suelo usar la definición “chairo” y hasta me parece desagradable, pero está cagada y, ni pedo, llevo una chairita en mi interior. Quienes le llaman chairos a los “chairos” lo hacen porque es lo único que se les ocurre decir frente a lo que les parece incomprensible. Aunque a mi también me dan risa muchas veces, los veo como un fenómeno curioso de nuestros tiempos, igual que cualquier otra manifestación cultural con o sin nombre).

Es de noche,  estoy sentada frente al mar, y como es ya una costumbre, no tengo sueño. Hace dos días que llegué a Pie de la Cuesta, una playa de Guerrero que carece de grandes hoteles o de “una espectacular vida nocturna”. Quizá por ello este lugar  me resulta tan agradable.

Los días pasan rápido, aunque el tiempo es más lento. Me di cuenta de esto porque aquí las canciones duran más. Es cierto: aunque pasan los mismos minutos que en la ciudad, aquí las canciones se alargan. Tal vez esto sucede porque mi cerebro no lleva prisa alguna, y el mar golpeando furioso contra la arena marca un tiempo indefinido, por irregular. Los relojes enloquecen y la vida se escapa de las manos como la arena.

Es que el mar anda muy bravo en estos días. “Es por el efecto de la Luna”, me dijeron por ahí; quizá por eso el tiempo también se ha modificado hasta llegar a ser inaprehensible. Lástima que no traje un reloj, pero estoy segura de que daría vueltas al revés, o se detendría en algún minuto indefinido para volver a avanzar aún más rápido que el lapso acostumbrado de un segundo.

Recuerdo que un día pretendía contar los segundos de forma autónoma, y no pude hacerlo. Entonces pensé que una de las tantas cosas que mi cerebro no puede entender es el tiempo,  porque a pesar de que me he pasado la vida llena de segundos, que además son todos iguales, no soy capaz de calcular cuanto mide un segundo.

Eso me tranquiliza, porque ya sé que el tiempo nunca lo entenderé. Por eso estando en la playa mirando el mar, dejaré de preocuparme por el tiempo para pensar en otras cosas, disfrutando quizá de que las canciones son más largas aunque el día dure menos…

Como el mar anda muy enojado no puedo nadar en él, pero eso no me importa. Prefiero no probar la sal que además suele irritar mis ojos. Pero mirarlo es cosa distinta, eso sí que lo disfruto.

Quizá porque la inmensidad del mar me recuerda mi insignificancia.

Cuando pienso en ello, no puedo evitar recordar a Freud en El malestar en la cultura, cuando menciona eso que llama “sentimiento oceánico”, que es la sensación de estar sumergido en medio de una presencia totalizante y abarcadora, de la que formamos parte, no únicamente la especie humana, sino todo lo que solemos llamar “naturaleza” (y quizá más allá con eso que llaman “lo divino”, sea lo que sea que eso signifique).

Él se refería a ese sentimiento como la conciencia de que formamos parte de algo más grande e inasequible que fue, es y será aún sin nuestra presencia. Algo que está en nuestro inconsciente, que nos viene de generaciones atrás y que se manifiesta de vez en cuando en forma de símbolos. Por eso el mar es un buen ejemplo para pensar en esto, porque es tan inmenso que nos hace ver nuestra pequeñez.

A mi me hace sentir así, y me gusta sólo un segundo sentirme un punto insignificante que desaparecerá sin dejar huella.