martes, 28 de diciembre de 2010

Santa María la Ribera.

Llegué a Santa María la Ribera cuando arrancaba el mes de septiembre. Había visitado el barrio por primera vez apenas unos meses antes, en una tarde lluviosa cuando al salir de la Biblioteca Vasconcelos supe que el famoso kiosco morisco estaba muy cerca. Aquella tarde me impresionó el tamaño y los exquisitos detalles desgastados de ese monumento, y me gustó mucho ver que los jóvenes se habían apropiado de ese espacio para patinar. Esa tarde fría no me imaginaba que en poco tiempo viviría aquí.

Entre los libros que traje a mi nuevo hogar incluí uno de Arturo Azuela: “Alameda de Santa María”; novela que por cierto no releí como planeaba. Pero aún así, con el ibro en las manos, recordaba los “nidos de ratas” que, descritos por el autor, fueron en algún momento motivo de conversación con mis compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo me estaba metiendo en uno, pensaba, y con una sonrisa en el rostro.

El kiosco se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano, y se renovó durante mi estancia, porque el monumento está en proceso de restauración. Cambió su estructura, igual que lo hacía yo, mientras veía día tras día a los trabajadores recubrir y colorear cada una de sus partes.

El nuevo proyecto de la Alameda de Santa María excluyó a los jóvenes de la nueva duela de madera del kiosco, que no tolera las ruedas agresivas de patines y patinetas. Se colocó piso nuevo en la plaza, y una mañana mientras yo corría, en sus extremos laterales fueron clavadas las viejas bancas de hierro que se mandaron hacer con motivo del centenario de 1910. Las cosas cambiaron, y me tocó ver apenas un pequeño esbozo de ello.

En varias ocasiones pude ver a las vecinas entusiastas que pretendían devolverle al barrio la vitalidad que, dicen, se había perdido poco a poco. Los nuevos inquilinos como yo, después de todo, somos una manifestación del desgaste de una colonia que materializó en algún momento la afrancesada confianza porfirista en el futuro. Glorias pasadas…

Desde que llegué, la consabida inseguridad que le da al barrio el sobrenombre de “Santa María la Ratera” formó parte de mis prejuicios. Recuerdo bien cómo la primera noche que salí a la esquina, tuve que pedir compañía para caminar 15 segundos en la calle. Poco a poco esa sensación de desamparo se fue perdiendo, y hasta me familiaricé con los indigentes y yonquis que rondan las calles a toda hora. Hoy, a cuatro meses de vivir aquí, salí por primera vez sola de noche, en busca de un café barato, y sin temor alguno caminaba pensando que mi cotidianeidad aquí se acabó. El año bicentenario se me va a ir junto con mi primera experiencia de “independencia”.

Pasó tiempo, no mucho, pero es ya perceptible. Durante mi estancia aquí algo se transformó. Además de los cinco kilos extras que me hacen ver menos raquítica, casi ya no tengo insomnio y he dejado de preocuparme por nimiedades. La rigidez que en algún momento me rigió como tabla de metal golpeándome con sus horarios y rutinas inamovibles, se esfumó, y ahora reina en mí un caos reconfortante. Ahí voy, sobreviviendo y convenciéndome de que el confort no radica en las comodidades, sino en la autosufieciencia.

Voy a empezar de nuevo. A ver qué pasa por la calle…

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domingo, 26 de diciembre de 2010

Las ratas de Skinner

Iba caminando empoderada por el metro, sonando el par de tacones que anunciaban su andar adquisitivo. Pensaba en la estatura que estaba ganando al dominar el puntiagudo estilete que por algún acto de la gravedad y la circulación, llevaba más sangre que de costumbre al dedo pulgar, hinchándolo y ejerciendo presión con la gamuza beige que combinaba perfectamente con un pantalón cuyas líneas alargaban su pantorrilla. Y recordó que el barniz de sus uñas se hallaba descarapelado, lo que le hizo sentir inseguridad de estrechar la mano de alguien que reconociera su descuido.

Sin embargo, las múltiples ocupaciones acumuladas en su agenda no le permitían más que una preocupación nimia y esporádica de tales superficialidades.

Pensaba cosas importantes, como en que la aplicación del conductismo en las cuestiones laborales requería ingenio y una atención particular hacia las relaciones interpersonales, porque los seres humanos, después de todo, podían actuar de acuerdo a reglas tácitas siempre y cuando la inercia del conjunto los llevara por un camino no establecido en los marcos de la legalidad. Y mientras recordaba sus clases de psicología aplicada a los recursos humanos, pensó cuán débiles eran las personas ante la necesidad. Atinó al concluir que la clave estaba justo ahí, en una situación social adversa que no les permitiera a los empleados un margen de acción más allá de un estrecho panorama tendiente a la supervivencia.

Recordó cómo comenzó “desde abajo”, al igual que todos aquéllos a quienes ahora controlaba (disfrutaba pensando en la palabra “controlar”, mientras se tomaba su tiempo para conjugarla  en todos los tiempos y personas existentes), hasta que paulatinamente y casi sin darse cuenta, estaba recibiendo un mejor sueldo por el mismo trabajo. Eran bonificaciones aparentemente inexplicables, que se materializaban a cuenta de las risitas discretas que le regalaba a los malos chistes del jefe. El hecho de haberse visto repentinamente en una situación privilegiada no le resultaba incómodo, e incluso pensaba que merecía esas prebendas por tantos años de estudio. Finalmente para eso había soportado años de desvelos y de lecturas que podrían resumirse en técnicas de elaboración de porcentajes y tests de personalidad.

Y repentinamente la acechó un pensamiento que recurrentemente hacía acto de presencia. Pero la moralina que le incomodaba de vez en cuando se esfumaba ante la venta nocturna que materializaría sus aspiraciones con los aromas y las texturas que siempre había deseado. Y mientras volvía a mirarse la uñas cuyo rojo barniz estaba desapareciendo poco a poco, el interfón anunciaba ruidoso frente a todos sus subalternos, su velada (pero por todos sabida) ocupación en la oficina del jefe. 

La incomodó sólo un segundo el hecho de que su intención de ganarse el poder que aparentemente tenía ante sus empleados, sería imposible mientras rondara en las paredes de la oficina aquél sobrenombre que borraba de golpe cualquier esfuerzo por ser tomada en serio. Pero en la escala de jerarquías estaba encima, y con eso le bastaba para continuar aplicando la misma política laboral de la que se quejaba en la hora de la comida con los mismos empleados a los que ahora ella “controlaba”.

Acomodó su cabello, y entró entonces a la oficina, con el abrigo de piel que compraría esa noche en mente.

martes, 23 de noviembre de 2010

Spirit

Todo comenzó cuando el día de hoy, hojeé una edición ochentera del libro de Álvaro Matute acerca de la revolución: La Revolución Mexicana: Actores, Escenarios y Acciones. Leí el epílogo incluído después de la primera edición, en el que habla acerca de las diferentes posturas historiográficas desde que comenzaron a aparecer textos que hablaran de ese suceso, comenzando con el de Madero, La sucesión presidencial.

La continua caracterización de la figura heróica de Madero contrasta con una personalidad que se asoma como excéntrica y hasta “ingenua”. Este concepto refiere a que sus estrategias políticas fueron contraproducentes en su ejercicio del poder. Si bien Madero era un ferviente creyente del concepto “democracia”, a partir de la escritura de La sucesión presidencial puede inferirse una postura acrítica del término, en la que se consideran conceptos que le atribuían al “pueblo” cualidades como la “sabiduría” o la “salvación”. Probablemente la influencia del espiritismo llevó a Madero a confiar plenamente en que el pueblo podría dirigirse a sí mismo, sin tomar en cuenta que ése mismo pueblo estaba compuesto por individuos e individuas con una diversidad avasallante de posturas, ideologías y creencias.

Aún así, el propio Madero consideraba que el pueblo nunca se equivocaría en sus decisiones, porque siempre estaría en favor de su “progreso” como colectividad. Bajo este tamiz positivista, Madero no concebía que la violencia que él mismo había desatado desde que llamó a las armas en el Plan de San Luis, podría volverse irrefenable; y quizá por eso no se percató de que sus subalternos estaban conspirando en contra suya.

Finalmente el creía que el pueblo existía como un ente abstracto e idílico, compuesto por una colectividad homogénea que se movía siempre hacia el mismo lado. Sin embargo, en realidad estaban comenzando a manifestarse las múltiples divergencias, debido a la puerta abierta que, por primera vez después de más de 30 años, había permanecido cerrada: la de la participación política.

Luego, recordé que anoche soñé con Francisco I. Madero. Lo que pasó fue que me dormí leyendo un texto de Friedrich Katz acerca de Pancho Villa, y seguí soñando que leía, pero en mi sueño el texto hablaba de Madero. Repentinamente, estaba viendo un discurso de Madero muy cerca de donde vivo, y esa imagen era muy curiosa, porque mientras el fondo era muy colorido (en tonos azul, turquesa y con motivos mudéjares), Madero era color sepia. Es obvio que no podría imaginar a Madero a colores, porque nunca lo he visto así.

Entonces, a partir de haber soñado con Madero y tras pensar en su espiritismo como algo que influyó en la actitud políticamente torpe durante su gestión, recordé que según Matute, La sucesión presidencial es un texto de bajo perfil, con argumentaciones poco analíticas acerca de la necesidad de una transformación política. En ese libro apenas dirige una leve crítica a Díaz, y habla de un tránsito pacífico hacia la sucesión presidencial, es decir, no concibe la toma de las armas. Por eso el concepto de “democracia” es imaginado sin detallar cómo van a plantearse los mecanismos de su puesta en marcha.

No existían instituciones, y la lucha por el poder se comenzaría a dar por la vía violenta. Por eso los exporfiristas verían esa como la única forma de tomar de nuvo el poder y asesinaron a Madero.

Y me quedé pensando en esa idea de que los espíritus le hablan a los vivos, como creía Madero, y no pude evitar pensar en lo excéntrica que me parece esa idea. Se supone que mediante algunos rituales puede “contactarse” con los muertos. Con ironía, me imaginé que el espíritu de Madero se me había aparecido en mi sueño, y esa idea me dio risa.

Entonces pensé que ya era hora de preguntarle a Katz cosas sobre Villa, porque aunque Katz acaba de morir, es real que a través de sus textos todos los muertos nos pueden seguir hablando.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Sensatezzzz

No tenía la intención de seguir pensando en el asunto, pero no escapaba de su cabeza la idea de que el "trastocamiento de las estructuras" podía ser positivo, siempre y cuando fuese manejado con suficiente sensatez. Que sí, que no... La seguridad no podría llegar mágicamente, pero si no lo creía, entonces ¿qué hacía ahí?







martes, 16 de noviembre de 2010

Escribo

Cuando era niña -según recuerdos ajenos que decidí hacer míos por parecerme interesantes- un futurólogo mexicayotl me leyó el destino a a partir de mi fecha de nacimiento y dictaminó que sería escritora. Hoy no lo soy. Lo que más me acerca a esa actividad son mis apuntes tangibles en libretas dispersas, y las letras que están aquí: virtuales existiendo en un lugar indeterminado. Jugar con las palabras me atrae mucho, pero más allá de decir sandeces en la vida real, transcribir pensamientos en los moldes de las palabras escritas es una actividad de tanto respeto, que sé que más allá de exponer mi cotidianeidad microespacial en este lugar, no me sería sencillo inventarme escenas inmateriales.

Aunque me gustaría intentarlo. Quizá un día de estos me ponga a inventar una historia de clichés, nomás para ver si puedo llenar mis tiempos vacíos con las letras. Seguramente si hago como ahora, que escribo sin tener qué escribir, no pueda hacer nada más allá de una perorata indefinida e irrelevante, como este post madrugador que no tiene letra, no tiene acento, no tiene contenido y está hecho para llenar un hueco que el sueño dejó en mi subconciente insomne.

Insomne.

 

Insomne.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Distracción patológica.

Ya lo sabía: mi naturaleza tiende hacia el “papaloteo”, pero en los últimos días esa característica, que en algún momento resultó incluso divertida o intrascendente, se me está escapando de las manos. La cuestión es que suelo olvidar cosas, perder objetos, equivocarme de camino, caminar sin dirección, distraerme fácilmente… Es decir, soy dispersa, dispeeersaaa, por decirlo de una forma elegante.

Ya alguna vez escribí acerca de mis experiencias accidentadas al viajar en metro. De cómo me resulta sencillísimo perderme entre la masa siguiendo una dirección que no es la mía. Quizá es ahí donde mi dispersión se manifiesta claramente, porque en lugar de atender mi propio camino, me dejo llevar por la corriente hasta que pasa mucho tiempo para que me dé cuenta de que voy al revés. Pero esa es una actitud que, incluso, ya se me hizo costumbre, y hasta la tomo con gracia (cosa que no debería de ser, porque en vez de proponerme ser más hábil para andar en la calle, me río de mí misma y me siento un ser pintoresco y tranquilo en medio de una vorágine de gentes paranoicas).

El problema es que me estoy convirtiendo en una una maquinita de producción en serie de equivocaciones y accidentes. Hace algunos días, por ejemplo, quise entrar al depa y no encontré mis llaves. En mi mente tenía una imagen clarísima de que las había guardado en mi bolsa al salir en la mañana, por lo que concluí lúcidamente que las había perdido, cosa no poco extraña tomando en cuenta mi extraña habilidad para deshacerme involuntariamente de mis pertenencias. Al otro día saqué una copia de las llaves, y no problem, no se caba el mundo, ahí voy con mi repuesto por la vida lamentándome por haber perdido las anteriores, y pensando en que ojalá no las haya encontrado un psicópata desquiciado, o el chico que vive cerca de mi entrada, que extrañamente siempre está asomado en su puerta y se me queda mirando cada que salgo de aquí.

Total, unas llaves qué… Y pasan unos cuantos días, me pongo mi saco negro, meto la mano en el bolsillo y, ahí están! Las llaves que creía perdidas estuvieron todo el tiempo en la bolsa. Chinga!

La cuestión es que no me explico cómo diablos llegó a mi mente una imagen clarísima de mí, guardando las supuestamente perdidas llaves en mi bolsa. La nitidez del recuerdo me lleva a ser insegura hasta de mi propia memoria, porque ésta me inventa explicaciones lógicas que en mi subconsciente hacen que la distracción, que ya sé que padezco, encaje con mi seguridad basada en una memoria quesque fotográfica. Si mi propia mente se inventa historias para recrear mi distracción innata, una de dos: o no soy tan distraída como pienso, y más bien soy muy lúcida la mayoría del tiempo, pero no me doy cuenta por estar pensando en lo distraída que soy; o soy distraída por partida doble, porque hago cosas estúpidas que luego me explico a partir de invenciones que concuerden con esa distracción y cometo, por lo tanto, cosas doblemente absurdas, como el hecho de no perder las llaves, pero no recordarlo e inventar que las perdí por distraída, cuando en realidad estaban todo el tiempo frente a mis narices. Chet!

Todo esto va porque tuve que sacar repuesto, y ahora, tras mi accidente, tengo dos juegos que se preparan para ser perdidos en el lugar más recóndito de mis bolsillos. Quizá esas llaves sean halladas veinte años después, cuando ya me haya machacado demasiado la mente con la idea de que, al haber perdido un par de llaves en mi juventud, comenzó una fila interminable de sucesos que fueron definiendo en mi subconsciente la seguridad de que no podía sentirme segura ni de mí misma, y por lo tanto, el carajo me llevó ante la dificultad de confiar en mi memoria otrora fotográfica.

Mi impresonante habilidad para que se me vaya el pedo ya me está sacando un poco de quicio, y aunque ya la he cargado en mis hombros muchos años, en las últimas semanas se ha manifestado de formas burdas, riéndose de mí en mi cara y haciéndome ver que, de continuar con mi caótico pensamiento inconexo, me puedo caer un día en un hoyo que conozco bien, pero se me olvidó que estaba ahí por andar con la mente en los interminables soliloquios repentinos.

“Karla -me digo mientras bajo la escalera-, caminas hasta el kiosco y das vuelta a la derecha, ahí sigues el camino en el que habita el obeso mórbido que está siempre ahí sentado leyendo el publimetro. Sí, ese gordo que seguramente se desayuna tres cajitas felices con todo y juguete sorpresa, y está siempre frente al puesto de tacos en donde hay unos reguetoneritos que miran hacia el puesto de tamales mientras mastican su maciza con cuerito. Finalmente –continúo-, ellos son la manifestación de una generación sin expectativas en esta coyuntura sociopolítica de desconsuelo ante la falta de oportunidades, que necesitan satisfactores hallados, por un lado, en la comida grasienta que da un placer momentáneo y difícil de cubrir con otras cosas, y por el otro en una cultura de la violencia en la que los jóvenes tenemos un presente con espectativas cortas. Para qué vivir mucho y mal, si se puede intensear poco pero sabroso –pienso, mientras a mi mente viene la imagen de Nancy y Syd queriendo vivir rápido y morir pronto-.Y por eso me pregunto hacia dónde van mis propias expectativas del futuro, y me respondo que al menos tengo la certeza de que cubrir mis carencias con hedonismos burdos no me satisfarían, al menos no hoy”.

Entonces se me pasa el tiempo, y voy la mayor parte del camino sin darme cuenta en ningún momento de que mi bolsa está abierta, llamando a gritos a un faltodeempleo para que le meta mano, que mis llaves están en el lugar externo de esa misma bolsa, en donde no hay cierre alguno que las proteja, que ya se me acabó el dinero que traía en la bolsa, que el alto del semáforo apunta hacia una dirección por la que no voy yo, que el boleto del metro lo traía en el otro pantalón, que tengo que bajar las escaleras porque la dirección es la contraria, que ya me fui tres estaciones hacia el otro lado, que ya tengo hambre y no me traje mi manzana, que tengo que leer hoy tres textos diferentes cuyos temas no me importan mucho que digamos, que esta semana sí mando ese correo importante, que ya pasó un año desde que dije que mandaría ese correo importante, pero que ya pasó mucho tiempo para que lo mande, que me sigo machacando la cabeza porque perdí un objeto que no era mío, que se le acabó la pila a mi celular, que ahora sí mañana voy a la lavandería…

Y mientras eso ocurre, ya se me fue el camión.

lunes, 18 de octubre de 2010

Videojuego

Tomo el control y comienzo a oprimir desaforadamente los botones. Las imágenes en el televisor se convierten en una extensión de mi habilidad y pericia. La historia bizarra que algún geek diseñó, se convierte repentinamente en una aventura propia. Así comienza el videojuego.

El tránsito que implica insertarse en una realidad paralela siempre me ha parecido sorprendente. Me inquieta el mecanismo mental por el que transita mi cerebro en el momento justo en que un videojuego da inicio. La mayoría tienen una introducción gráfica a la historia, y es a través de ella que los hechos más increíbles se materializan en la mente de quienes tomamos esa dinámica como propia, por la posibilidad de "jugar" a ser, y hacer, algo extraordinario, inimaginable, increíble e imposible.

Basta dejarse llevar un poco por un videojuego para convertirse en un ser inexistente, y comenzar a formar parte de acontecimientos virtuales, donde poco a poco las cosas más incoherentes van cobrando sentido y se convierten en un objetivo perseguido compulsivamente. Es entonces que los niveles de dificultad aumentan, mientras el reto de acabar con un enemigo empecinado en matar, se puede convertir en una válvula de escape de las frustaciones cotidianas.

De repente, sin darme cuenta, mi mente está ocupada en conseguir armas cada vez más poderosas, en utilizarlas en el momento justo, en tener el buen tino de de dar el tiro certero que destruya a mi enemigo o en correr lo más rápido posible para escapar de una catástrofe a mis espaldas. La dinámica puede ser incluso tan simple como apretar los botones de una guitarra insonora, para sentir que el rock adorna mi ordinaria apariencia.

Y sin pensarlo ni darme cuenta, tengo objetivos claros, que van transformándose al seguir fielmente una historia prediseñada. Los límites de la libertad están bien delineados por la electricidad que corre al interior de una consola, y pienso que la vida no suele ser tan distinta, si es que se cree en el destino.

Por eso los videojuegos, como certeza del futuro, pueden librarme un poco de la incertidumbre de la contingencia, porque creo firmemente que destino no hay.


miércoles, 6 de octubre de 2010

Insomnio común

Incluso había comenzado a inventar palabras. Estaba imaginando a un señor que, sentado en una banqueta, saboreaba una dona de chocolate, y esa idea la llevó automáticamente a pensar en la polución del medio ambiente. Eso no tenía relación alguna con el chocolate, o con un señor, quizá indigente, que comía en la calle. Pero aún así continuaba hilando pensamientos aparentemente inconexos que relacionaron la polución con la población, y con el Fondo para la Paz de las Naciones Unidas (¿hay un fondo para la paz de las Naciones Unidas?). La nueva palabra había salido de una cadena de incoherencias, que solían surgir en el estrecho límite entre el sueño y la vigilia. Es ese momento en que el subconsciente comienza a hacer su grandioso acto de aparición, grandioso, porque es un anhelo constante lograr que se difumine la lucidez para dar paso al sueño. El cuerpo se vuelve liviano automáticamente, la respiración profunda, y cada exhalación dura un poco más que de costumbre. Es en ese justo instante en donde los sonidos del ambiente, si es que los hay, se sumergen en los pensamientos más recónditos, confundiéndose con un soliloquio interno en el que la coherencia no tiene cabida. Y es ahí justamente cuando, con la mínima consciencia de que el estado onírico está por llegar, la mente divaga, y recuerda un día quizá tranquilo, quizá agitado, en el que los mínimos detalles que parecían ser irrelevantes, pueden ser el centro de una trama complejísima de acontecimientos físicamente imposibles. Así comenzaba el final del insomnio. Ya faltaba sólo un poco para que la mente que cavilaba sobre preocupaciones y sentimientos inconclusos, se ocupara de sus habituales incoherencias nocturnas. Pero un ruido hizo un estrépito en el ambiente, y el proceso anhelado de sueño fue interrumpido para dar pie a un nuevo estado de vigilia o lucidez muy intenso. Y fue entonces que despertó del ligerísimo estado noctámbulo, que tanto esfuerzo le había costado alcanzar, para comenzar de nuevo a maquinar sin control un montón de ideas que rondaban en aquél momento su cabeza. No había problema alguno con mantenerse despierta. No era la primera vez que no podía conciliar el sueño, pero esta ocasión pasaba algo distinto, algo un poco más incómodo que de costumbre. La palabra que estaba pensando en el momento justo en que el estrépito la despertara fue "karma". Y pensó en lo estúpido de su significado. Se supone que hay una especie de ley universal en la que todos los actos de un ser humano tienen consecuencias proporcionales. Y eso se coloca en el campo de la ética, porque lo malo trae cosas malas mientras lo bueno trae cosas buenas (no hay cosa más burda). Y es una idea completamente absurda, que borra la contingencia y el azar, y lleva a los actos humanos a una especie de "sala de espera" del tiempo, en donde aguardan hasta que obtienen su predecibe consecuencia. Pero el mundo no funciona así, seguía pensando en lo absurdo del término, los seres humanos pueden tomar decisiones en momentos coyunturales, relevantes o no (eso no importa), y eso trae de inmediato una respuesta. Incluso quedarse estático trae sus consecuencias, y éstas no tienen una relación con los valores. Simplemente suceden, y ya. Las consecuencias son, en cierta medida, impredecibles, y no están sujetas a una especie de vigilancia ultraterrena que todo lo sabe, porque en el campo de valores, como en todo, no hay nada absoluto. Y lo bueno o lo malo depende, depende... Y se daba cuenta de que la disertación nocturna aparecía juzgable, como todo, en un lugar sin certezas. Y la perorata de siempre había aparecido. No, no sé. Que los actos humanos deben ser responsables, simplemente por una carga moral autoimpuesta, y no por el temor a un castigo del "destino", que llegará como un adelanto del juzgado que espera a los seres humanos tras la muerte, pensarían los que aún creen en dios, o dioses, o diosa, o diosas (eso es lo de menos). Pero ella hace mucho tiempo que dejó eso atrás, y simplemente estaba sin vigilancia interna ni externa y en busca de lo que podría regir de forma ética su existencia. Y la idea del castigo, desde la abolición mental del infierno, había perdido todo el sentido, como un montón de cosas. Pero sabía también que no hay nada inmutable, y por eso, supo de inmediato que quizá, algún día podía volver a creer en el castigo. Pero sabía también, que eso era prácticamente imposible, porque no le daba la gana, y ya. No había respuesta más avasallante que esa, que el "no me da la gana" que destruye cualquier razón poderosa. Y la pensaba, constantemente, desde que en algún manifiesto político, escuchó que la primera razón para justificar la postura asumida ellas decían: "porque nos da la gana". ¿Cómo podría alguien rebatir esa razón, en un mundo abierto a casi todas las posibilidades, y si castigos ni "karmas"?

jueves, 23 de septiembre de 2010

La niña sinnombre

Era de noche. En la ventana se traslucía un leve replandor azulado, de abajo hacia arriba, que me hizo pensar un breve instante que la Luna se había caído de las alturas. Y estaba sola, en el cuarto casi vacío que ahora alberga mis sueños, afortunados, cuando puedo dormir sin dificultad. Mis únicas pertenencias: una cama, un escritorio, mis plantas y uno que otro objeto de higiene personal.

Me cambié, me fui de casa, huí del terruño, dejé mi hogar, me emancipé: me volví la niña sinnombre. Hoy, hace ya poco más de una semana, estoy viviendo en un departamento compartido con unos amigos, en una colonia porfiriana del D.F. cuyas oscuras calles me rodean cada noche. El lugar tiene su mala fama, ganada a pulso a través de los años gracias a la decadencia natural de un proyecto urbanizador añejo, que terminó siendo absorbido por una ciudad crecida caóticamente.

Los antiguos edificios que en algún momento eran la señal palpable del orden y el progreso, se han ido deteriorando naturalmente, por lo que sus inquilinos han pasado a ser gentes como yo: fuereños y fuereñas de bajo presupuesto. Por eso la inseguridad es común en este lugar tan representativo de una urbe que, en algún momento, creció tan desaforadamente que no pudo contener a tantos mortales sin que éstos enloquecieran un poco de olvido, natural o heredado, del significado de la palabra “comunidad”.

Antes de vivir aquí había experimentado una sola mudanza. Tenía tres años, y el recuerdo que conservo de ese día es el de un camión lleno de cosas, y una madre con lágrimas en los ojos. Yo no tenía conciencia en absoluto de lo que significaba cambiarme de casa, por lo que aquél llanto fue para mí simplemente un detalle curioso que, ahora que lo pienso, al paso de los años se habría borrado si hubiera sido totalmente irrelevante.

Estábamos iniciando un proyecto de vida llamado “familia núclear”, en una Unidad Habitacional construída en las periferias expresamente con ese objetivo. Y eran realmente las periferias porque estábamos del lado externo al Anillo Periférico, avenida que pretendía rodear la ciudad. En aquéllos tiempos habitábamos la metrópoli, que ahora es más bien una zona bien metida en el corazón del D.F. Recuerdo bien que desde el primer día que llegué ahí encontré compañía, porque al igual que la mía, las familias que llegaron a la nueva Unidad estaban compuestas por padres jóvenes con hijos pequeños, como yo. Por eso rápidamente encontré a quien sería mi mejor amiga durante prácticamente toda mi niñez, hasta el día en que, en sexto de primaria, no  quise compartir con ella mi sandwich y dejó de hablarme, hasta la fecha.

Mis vecinxs fueron al mismo tiempo mis compañerxs de juegos, de escuela, de juergas, y hasta de romances. En mi barrio pasé más de veinte años de mi vida, entre la contaminación de la delegación más grande y habitada de la ciudad, y el oxígeno proveniente de la única delegación que conserva un lago en sus entrañas. Ahí crecí, punto.

Y me sorprendo de mi propio desarraigo, al pensar que cambiarme abruptamente de casa no me provocó lo que a mi madre en aquella mudanza. No sentí el vértigo de haber dejado atrás la comodidad y tranquilidad de la casa familiar, no sentí la nostalgia de ver muy poco a mis amigxs, no tuve temor por lo que me esperaba, no sentí que me estuviera desprendiendo de un pasado que me marcó, y no lloré.

Sin embargo (siempre hay un sin embargo), el día de hoy, al visitar mi antiguo terruño, vi cuán avanzada está la construcción de la línea doce del metro y sentí una especie de nudo en el estómago, como si repentinamente me diera cuenta de que la próxima vez que vuelva las cosas van a estar tan cambiadas que no las voy a reconocer. Y eso me aterró.

Pienso que después de todo, las transformaciones constantes en la ciudad, son las que nos han hecho perder el sentido de pertenencia a un paisaje que siempre es difícil de reconocer. Los referentes que me acercan al arraigo se me escapan de los ojos en el lugar que por antonomasia está cambiando todo el tiempo, en donde la naturaleza hace su aparición sólo como un elemento decorativo, y donde el espacio público, supuestamente de todos, realmente no le petenece a nadie.

Y así me explico mi ausencia de nostalgia al moverme de sitio. Finalmente sigo en la misma dinámica citadina de compañías solitarias, pero ahora a unos cuantos kilómetros del lugar en que crecí.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Técnicas de venta

Hola amiga! Perdón si te interrumpo, pero te ves buena onda. Es que a veces hay chavas bien mamonas que nada más se les acerca uno, y luego luego te dicen que no tienen tiempo o te ven así, de arribabajo, y dan ganas de golpearlas. Pero me contengo, no te preocupes, uno no puede andar por la vida así, golpeando al primero que lo ve feo. Se ve que tú no eres de esas, por eso permíteme unos minutitos para que te explique algo.

Es que ya ves que muchos andamos sin trabajo, por la pinche crisis , esa quesque ya se acabó, pero por más que el gobierno dice que se crearon no sé cuantos empleos, pues uno nomás no consigue nada, verdad? Por eso me veo en la necesidad de salir a la calle para andar ofreciendo esto, mira sin compromiso eeh. Es más si quieres sácalo de su empaque para que lo veas bien y mientras te voy explicando.

No sé si has oído hablar del bicentenario. Sí? Ah, pues si verdad, con tanta publicidad que le hacen en todos lados quién no lo conoce. Esto que te traigo es la última novedad del bicentenario. Fíijate, si lo abres de este segurito, click!, trae ahí adentro algo. Orale amiga, te tocó una uña! Sí, esa mera. Bueno, si te fijas bien no está completa, porque las uñas no es fácil encontrarlas completas, y menos después de 200 años.

Fíjate amiga, tienes suerte, porque esa uña está con su barniz rojo, o sea que te salió la de la corregidora, Doña Josefa. En serio mira, a un lado de la uña hay una carta escrita con letras recortadas de periódicos y revistas, ya sabes, porque la Pepita no sabía escribir, que porque nomás leía. Ya ves que no les enseñaban a escribir a las mujeres. Bueno eso dicen.

Te digo que andas de suerte chica! Porque te tocó una reliquia de las raras. Es que mira, hay diferentes cajitas. Todas vienen adornadas con su bandera de México de un lado, y la imagen de la virgencita del otro, pero lo que te salga adentro de la cajita es sorpresa. Ándale, así como la cajita feliz! El otro día le vendí una a un chavo aquí, justo frente al Palacio Nacional, en la que le tocó un mechón de pelos del bigote de Zapata. Lo supimos porque estaban recios recios, así negrotes y traía además una espuela de esas de montar y venían envueltos en una hoja de tamal. Es que hasta para este trabajo uno tiene que saber eeh, no te creas, porque lo de la hoja de tamal no cualquiera sabe qué significa. Como El miliano Zapata peleó por que los campesinos tuvieran donde sembrar, por eso cuando a él lo mataron le pusieron en su tumba unas hojas de maíz, que era lo que la gente le agradecía, que hubiera peleado por la tierra para sembrarlo.

Pero te digo, que por eso además de la reliquia que te vengo ofreciendo, la caja de por sí ya es una cosa de valor. Imagínate que dentro de 20 o 30 años, cuando ya hayan pasado muchos años del bicentenario, tú puedes tener esta caja que es de colección. Porque mira, voltéala y ve que en la parte de abajo tiene un número, sí ahí al lado de donde dice madeinchina.

Pues es porque, para empezar, los que se pusieron a juntar tanta reliquia quieren que quede garantizado que son verdaderas, y con ese número los que la compran pueden saber que es genuina. Así mira, esa que tú tienes de la corregidora, es la 100-228.

Pero no creas que a fuerzas te tienes que quedar con esa, porque aquí traigo varias cajas más, y por si quieres la de algún héroe en especial, pues la buscamos. El otro día aquí enfrente de estos edificios del Gobierno del Distrito Federal, un chavo andaba necio con que quería ver si salía la de Ricardo Flores Magón. Yo le decía que esa no la había visto, y nos pusimos a buscarla. Él decía que de seguro iba a traer sus lentes redondos, pero aunque al final no encontramos esa, sacamos varias de Pancho Villa, y se quedó con una de él, y me dijo que aunque el Centauro del Norte no era anarquista, era lo más cercano a una persona que no respeta la ley.

Y te digo que la que a ti te salió es de las raras. Porque ya ves que casi no había mujeres que en esos tiempos anduvieran en la independencia, al contrario de la revolución, en donde si había más mujeres que andaban metidas en la bola. Aunque la mayoría eran puras Juanas que nadie sabe ni como se llamaban, ni hicieron muchas cosas más que tortillas y pozole sin carne. Pero ahorita que me acuerdo el otro día salió una caja que traía un cacho de rebozo y un pedazo de trenza, y supimos que era de la primera china poblana porque traía en la parte de abajo una imagen en la que se veían mujeres orientales con una mexicana, que por juntarse con ellas le decían la china.
reinacentenario
Te digo que con esto del bicentenario uno sí tiene de donde escoger. Mira por ejemplo, el otro día me encontré a una señora de esas que se ven bien popof de la jai, y ella solita se me acercó preguntando si tenía alguna caja de Francisco I. Madero. Me dijo que nos apuráramos a encontrarla porque ya casi iba a ser misa, y ella iba a la Catedral. Y nos pusimos a buscar, y al final estaba indecisa si llevarse la de Madero o una que encontramos de Vasconcelos, porque te digo que variedad sí hay en las cajitas del bicentenario. La de Madero traía un pedazo ensangrentado de la banda presidencial, ya ves que al pobre lo encerraron en su oficina y no lo dejaron salir hasta que al final lo mataron como perro. Bueno, pues a la señora también le llamó la atención la reliquia de Vasconcelos quesque porque fue el que le dio educación al pueblo. Yo no sé la verdad si eso sea cierto, pero así la señora se emocionó cuando vio que adentro de su caja decía que somos la raza de bronce, y yo no sé por qué, si esa señora era güera.

Te digo que si te interesa otro personaje podemos buscarlo. A ver dime como cual personaje te gustaría que saliera.

Uuuy, no amiga, de Sor Juana no creo que venga eeh.

Bueno, si no te interesa, no te preocupes. Hasta nosotros sabemos quien mas o menos valora estas cosas, y quien no.

jueves, 26 de agosto de 2010

De bailes irregulares.

Parecía fácil, pero sus largas piernas abrían mucho su compás o tropezaban constantemente consigo mismas. Bailar, moverse al ritmo de una canción guapachosa parecía estar en su sangre. Al escuchar los acordes de las tumbas y la trompeta latina, sus dedos dibujaban en el viento un pentagrama imaginario, pero sus pies no respondían igual. Ellos se negaban a congeniar con sus otras extremidades, y seguían un camino sinuoso de zigzags irregulares.

Intentó con diversos ritmos, como la salsa, la cumbia, el tango y hasta el rockabily. Pero el baile en pareja parecía estar vedado para su individualidad arrítmica, que se movía de forma autónoma a una corporeidad ajena. Y lo intentaba, pero los pisotones constantes, la ausencia de cadencia y de coordinación, le hacían ver que el baile en pareja era muy complicado, que parecía más sencillo moverse sola al unísono de esas canciones cuyo ritmo es impredecible y no requiere más que movimientos azarosos.

Pero había dado un paso grande al atreverse a mover su cuerpo en un vaivén desaforado, y aún con las limitaciones provocadas por prejuicios antaños que calificaban al baile como una cosa sin sentido, se atrevió a despojarse de los atabismos más absurdos para soltar el cuerpo y prender la mecha.

martes, 10 de agosto de 2010

El hiatus

Se cumplió ya un año desde que salí de la universidad, y ahora recuerdo que alguna vez un compañero que ya había acabado la carrera me decía que a él le había pasado que, tras finalizar su vida escolar,  le vino un periodo de “nada”, de preguntarse ¿y ahora qué? como si no encontrara su lugar. Y lo comprendo bien, porque es como ser arrojado al mundo repentinamente, casi como aborto de la educación, hacia un mundo que puede ser muy hostil.

Hace algunos días platicaba con mis amigas acerca de esto. Algunas trabajan, otras siguen estudiando, y yo no hago formalmente ninguna de las dos cosas. Les decía que me sentía como arrojada a un precipicio después de haber acabado la carrera. Si bien me encuentro en una situación privilegiada porque tengo ingresos suficientes para sobrevivir, que además me llegan por hacerle a la historiada, el hecho de tener tiempo libre pa’ventar pa’rriba me hace sentir un poco “desubicada” (no en el sentido que le daría mi abuelita, de hacer estupideces tipo adolescente de secu), porque tanta libertad a veces me agobia un poco.

Sin embargo, este año ha sido muy enriquecedor. He conocido personas muy interesantes, y esa misma libertad que a veces se me pone en frente gritándome el desamparo, me hincha de felicidad el pecho. Lo malo que ya está a punto de terminar esta etapa. Y aunque me cagan esas frases prediseñadas que hablan de “cerrar ciclos”, no puedo evitar pensar que en el futuro voy a recordar el año que acaba de pasar con mucha nostalgia.

Casi cumplo 25 años, y aunque las fechas no son más que una invención arbitraria para medir el paso del tiempo, este año en realidad me ha dejado muchas cosas buenas y otras no tanto. Incluso el hecho de que 25 sea un número significativo, por ser justo un cuarto de siglo, me lleva a imaginar que el 22 de agosto ya no voy a ser la misma que el 20, y que mi año de hiatus acabó para comenzar de nuevo quién sabe qué cosa…

miércoles, 4 de agosto de 2010

Tatuajes e inmoralidad

Tomando como impulso la declaración que hizo la directora del Instituto de la Mujer Guanajuatense acerca de los tatuajes y las perforaciones, me decidí por fin a hacerme mi segundo tatuaje. Si bien ya tenía bastante tiempo pensando en “rayarme” de nuevo, la sorpresa que me causaron los prejuicios de una figura pública cuyo cargo, supuestamente, debería estar enfocado a fomentar la equidad de género, me encabronó, y me llevó a decidir de una vez no dejar pasar más tiempo para volver a usar mi cuerpo como lienzo.

Más allá del encabronamiento (que por supuesto me invadió apenas oí la declaración), reflexioné acerca del discurso de la funcionaria, y pensé que va de acuerdo con la supuesta democracia en que –dicen- vivimos, donde lo correcto es aceptar que existen diversas posturas y todas ellas deben tener cabida, porque lo que rifa es la tolerancia y noséquémás. Dentro de esta idea, tendríamos que respetar, aceptar y comprender que una figura pública exprese una opinión –la que sea- acerca de un fenómeno cualquiera, en este caso las modificaciones corporales. Pero el verdadero problema es que la opinión de esa señora fue discriminatoria per se, porque condena una práctica que está dentro de la libertad individual de las personas de hacer con su vida privada y con su cuerpo lo que les venga en gana. Además , por venir de una mujer con un cargo público, su voz suena más que la de cualquier mortal hijodevecino, por lo que tiene un fuerte impacto en la “opinión pública”.

Al parecer las voces de indignación fueron mayores que las de aceptación, porque finalmente suscribir una idea retrógrada a todas luces, es condenado en este mundo donde lo políticamente correcto es respetar. Por eso a la pobre nadie la defendió (ñaca-ñaca).

Aún así, no deja de inquietarme que algunas personas (tomando la declaración de esa señora como la manifestación de una idea que ronda el ambiente), especialmente de las zonas más “mochas” del país, continúen hablando de los fenómenos marginales o atípicos (y eso que los tatuajes en este siglo XXI ya son muy comunes) como una muestra más de la decadencia moral que llevará al mundo a la ruina. Esas ideas catastrofistas y paranoides, se basan en la noción de que las “buenas” costumbres permiten que haya un orden propicio para el desarrollo “sano” de las nuevas generaciones. De ahí que haya un componente religioso muy importante en estas ideas: se supone que Dios ordenó las cosas de una forma, y no somos nadie para andar modificando así como así nuestras conductas, y deberíamos más bien imitar a nuestros padres en su modelo de familia ideal. Se supone que así las cosas podrán marchar bien… dicen.

Pero lo más preocupante, pienso, es que esta mujer dirige una institución cuya finalidad es tratar de aminorar las desiguales condiciones entre los géneros. Con una postura llena de prejuicios hacia quienes portamos tatuajes -especialmente si somos mujeres-, las ideas que se pretenden combatir a partir del concepto de “género” se diluyen, se vuelven difusas. Y es entonces que comprendo de lo que hablaban las compañeras feministas “autónomas” en el Congreso Feminista del año pasado. Decían que en el momento en que el feminismo se vuelve “género” y se ejerce desde instituciones públicas y con dinero del erario, la libertad de luchar contra  las desigualdades se complica. Y algo tienen de razón, porque dentro de la política institucional hay que ceder, y ceder implica que posturas contrarias a los ideales feministas, pero cercanas a los poderosos, aparezcan como de avanzada, entrando al jueguito de la democracia en donde todo se vale.

Es innegable que esta señora piensa que le hace un favor a las mujeres y a la juventú, escandalizándose públicamente por que las personas se perforan sus genitales (!!!), o se pintas calaveras y zombies en los brazos. Seguramente al ver a una chica llena de tatuajes, ella se imagina que tiene altas posibilidades de tener sida, que consume drogas, que tiene sexo con muchos hombres, que es bisexual o lesbiana, que no le importa la maternidad, que es egoísta y que además se ve fea. Y ella es libre de pensar como le dé la gana, de seguir las recomendaciones del confesor o de ver telenovelas. Tiene también derecho de leer a Simone de Beauvoir, a Judith Butler, a Francesca Gargallo o a Martha Lamas, porque en este mundo de incertidumbres, de variedad de posturas y de diversidad, cada quien es libre de pensar lo que le dé la gana.

Por eso yo me tatúe un pajaro morado con rojo en el pie. Y mi tatuaje no significa nada, no tiene un contenido mísitico, ni le confiero un poder, porque los significados se agotan en este mundo en que todo cambia. Simplemente me gusta cómo se ve y me recuerda que puedo hacer con mi piel y mi cuerpo lo que yo quiera.

jueves, 15 de julio de 2010

De Bicentenario hasta el copete

Hace algunos días fui a ver la exposición Cine y Revolución, que se presenta en el Museo de San Ildefonso dentro del marco de los “festejos” del Centenario y Bicentenario. Se trata de un recorrido muy entretenido (con hartas pantallas y toda la cosa) por la producción cinematográfica del siglo XX en torno a la revolución mexicana. Está muy intetresante, porque lleva a los espectadores a observar el cine como una forma privilegiada de inventar un hecho histórico en la conciencia colectiva.

Es que los medios audiovisuales, desde su creación, fueron materia importantísima para difundir mensajes, y la política, que estaba vedada para grandes sectores de la población antes de que la “democracia” se considerara la solución a todos los males, fue muy pronto llevada al campo de las pantallas, haciendo llegar a muchas personas una ventanilla pequeñita de los avatares del mundo del poder. El cine también funcionó en este sentido, y todas las hartas películas que se hicieron acerca del tema de la revolución eran una forma de hacer política, porque daban un mensaje al “pueblo” acerca de un hecho histórico que se consideraba punto de partida del régimen. En el discurso gubernamental del siglo pasado, este tipo de películas justificaban la legitimidad de los herederos del poder porque… si sus antecesores peliaron allí, en ese hecho tan importante, resultaba obvio quienes eran los más indicados pa gobernar no?

Los medios audiovisuales, principalmente la televisión, son ahora fundamentales en la política, tanto que la lucha por el poder se desenvuelve más en ellos que en cualquier otro espacio. Y este año, además de servir a las pasadas campañas electorales, son la forma privilegiada de difundir todo lo que tiene que ver con las cacareadísimas conmemoraciones, que también forman parte del discurso político.

Aunque la cronología histórica marca en un mismo año dos efemérides que, se supone, dieron “orígen y rumbo” a esta nación, la enorme campaña que está realizándose desde un gran número de instituciones (tanto públicas como privadas) ha privilegiado la “celebración” de la Independencia. Según mi percepción, la palabra Bicentenario suele ser la más mencionada en lo que a conmemoraciones se refiere, con lo que el recuerdo de La Revolución (ajúa) ha quedado en cierta medida opacado ante el movimiento que, nos dicen, comenzó un 16 de Septiembre en algún rinconcillo del país, encabezado por un curita calvo que alebrestó a los indios con la Virgencita en la mano.

Quizá es mi paranoia la que me hace pensar esto, porque yo siempre quiero encontrarle tres pies al gato, pero según recuerdo en la mayoría de los comerciales de televisión, de radio, carteles y demás, casi siempre se menciona la palabra Bicentenario, como si ésta englobara a las dos fechas. Y sería un detallito sin importancia, de no ser porque la “celebración” como nos llega a la mayoría de los mortales (quesque ciudadanos) está basada en los principios mercadotécnicos más simples, en los que la difusión del “mensaje” (la mayoría de las veces el mensaje es simplemente ¡compra!, y ese ya lo tenemos tan introyectado que nomás nos tienen que poner en frente algún nombrecillo de una marca) se hace con repeticiones constantes que nos clavan como taladro una idea en el subconciente. Esa repetición hasta el copete es tan eficaz, que los medios encargados de hacerla se hacen ricos vendiendo el “tiempo” que alguna marca está “al aire”, ya sea en tv, en radio o hasta en anuncios que inundan las calles. Entonces, mencionar más la palabra Bicentenario implica que ésta quede más en la mente de la gente que la palabra Centenario.

Y según yo, se ha privilegiado la palabra Bicentenario para designar a esta celebración porque el discurso revolucionario ya no tiene vigencia suficiente para legitimar a los que están en el poder, y más bien por el contrario, nos recuerda que las condiciones del país no están pa andar celebrando desaforadamente lo bien que estamos, o para agradecerle a nuestros próceres más rebeldes que su lucha dio frutos.

Pero bueno, yo con mis paranoias lo que quería era contar mi anécdota del museo, que comenzó cuando entré a una sala en la que se recrea un estudio cinematográfico como en los que se filmaron algunas escenas del cine de la revolución. Ahí había un camarógrafo de verdad, y lo primero que pensé fue que estaba chida la idea de que además de la escenografía, al curador se le hubiera ocurrido poner ahí a una persona a fingir que grababa una inexistente película, y que era un concepto medio exótico para un museo, porque tiene la misma intención que poner una botarga en un parque de diversiones o una momia en una casa de espantos. Pronto me di cuenta de que más bien estaban grabando de verdad, y por mi curiosidad innata tuve que acercarme a ver qué hacían. Error!!!

Estaban entrevistando a los visitantes, y como yo me paré ahí junto a ellos muy pronto me pidieron que les diera una entrevista. Ni tiempo me dio de pensarlo cuando ya estaba frente a la cámara agarrando un micrófono con el logo del Gobierno Federal por una lado, y el dibujito del Bicentenario por el otro. Me preguntaron qué me había parecido la exposición, y contesté una serie de barrabasadas, como que era importante conocer los mensajes del cine, para comprender mejor una forma de difundir la idea del pasado y noséquémás… Creí que había acabado todo, porque incluso me agradecieron, y yo ya me iba, cuando se acordaron de lo último…

Entonces me pidieron que dijera “Me siento orgullosa de ser mexicana porque….” y yo podía decir lo que se me ocurriera. Fue en ese momento que comprendí lo que estaba haciendo, y en cinco segundos me vi en una pantalla del zócalo diciendo que Méxicoespocamadre al mismo tiempo que grandes estrellas de televisa hablaban de que el Bicentenario es nuestro cumpleaños. Aunque sé que las probabilidades de que algo así ocurriera son casi nulas, eso de andar reforzando patrioterismos como el objetivo fundamental de una conmemoración histórica, a los que menos beneficia es a los mexicanos… Por eso le dije al entrevistador que no podía decir eso, y me contestó que dijera cualquier cosa: “puedes decir lo que sea, como que estás orgullosa de las enchiladas”.

Obviamente no iba a decir eso, y le contesté que no iba a decir “estoy orgullosa de…” sino “me siento feliz de ser mexicana por…” cosa que, ahora que lo pienso, pa'l caso da lo mismo… Y otra vez me aventé un choro de Méxicotienemuchaculturaehistoria que, me cae que convence a cualquiera de que México rifa.

Ya saliendo pensé en cosas que pude haber dicho, como “estoy orgullosa de ser mexicana porque a pesar de tener puros gobiernos corruptos este país todavía existe”, o “me siento feliz de ser mexicana porque hay personas que no se rinden y siguen luchando”. Pero cualquiera de esas sería un optimismo que nomás no siento.

Pude ver muy claro en un ratito cómo los medios audiovisuales fueron en el pasado, y son en el presente, el arma más efectiva para difundir un discurso público vacío de contenido, pero que convence por la forma. Así va el Bicentenario, cuya finalidad más importante, parece ser la de fomentar un sentimiento: el patrotismo, que para el gobierno federal, es lo mismo que enchiladas.

Así pues, la cultura de la imagen rompe el delicado equilibrio entre pasión y racionalidad. La racionalidad del homo sapiens está retrocediendo, y la política emotivizada, provocada por la imagen, solivanta y agrava los problemas sin proporcionar absolutamente ninguna solución. Y así los agrava.

Giovanni Sartori

Homo videns. La sociedad teledirigida.

domingo, 11 de julio de 2010

Ya quiero!

Aunque suelo ser poco expresiva ante cosas que me "emocionan", esta vez la felicidad me invade y se me nota por mi sonrisota. Sí, es un hecho banal y es simple, pero me hace sentir como que se me hincha el pecho y se dibuja una sonrisa en mi rostro. Voy a escuchar en vivo a Belle & Sebastian, cuya música me ha acompañado ya muchos años por diversos lugares y en diferentes momentos, y por esa razón tan simple, me hace feliz. Después de todo los recuerdos están ahí enclavados, pero el hecho de que un ritmo los haga salir a flote es como volver a vivirlos.

Es que el valor de la música está más allá de lo que dicen los críticos, las revistas, y el costo de un boleto y más bien responde al efecto producido por las notas y la concertada mezcla de sonidos y silencios. Por eso la música es una forma de lenguaje más, es universal y puede producir sentimientos tan fuertes como cualquier hecho vivido. Y esa noche, mientras admire con atención la forma de ejecutar los instrumentos, espero escuchar Beyond the sunrise y gracias a eso volver a mis 18 años, sentada frente al mar con la brisa golpeando mi piel, más sensible que nunca. Cuando oiga Electronic renaissance voy a caminar hacia la Universidad, con mis tenis nike azules que casi se quedaban sin suelas. El momento cumbre, quizá con Waiting for the moon to rise podría sacar una lágrima de esas que tengo atrapadas desde hace mucho...

Esperaba poder sentir todo eso, y lo veía como una lejana posibilidad. Me pone feliz esperar a que llegue ese día, porque le da un sentido más al futuro. Será sólo un momento efímero, pero así son las experiencias. Empiezan y acaban... pero quedan en la memoria.


jueves, 8 de julio de 2010

Un vecino sanjudero

Tengo un nuevo vecino. En la casa que ahora él habita, vivía una familia “normal” con un niño y una niña que a diferencia de los demás niños del barrio, se la pasaban todo el día en la calle, montando bicicleta o corriendo y gritando desaforadamente. La mamá estaba embarazada, y seguramente dejar a sus hijos en la calle todo el día era la mejor forma de olvidarse un poco de la maternidad irremediable que estaba todo el tiempo frente a sus ojos, y también dentro de su cuerpo.

Me parece triste que esos dos niños que jugaban en la calle eran la excepción y por eso los recuerde tanto aunque no vivieron mucho tiempo aquí, porque a pesar de que tengo más vecinitos infantes, en las calles suelen verse cada vez menos niños jugando, mientras que hay más adolescentes y jóvenes que se adueñan de las calles en motonetas o en autos que han sido equipados con un gran sonido en el que suena regaetton a altísimo volumen. Y digo que es triste porque recuerdo mi niñez en estos mismos lares, saliendo todas las tardes a encontrarme con muchos niños más, que igual que yo, no imaginaban razón alguna para no andar afuera. Sabíamos que había “robachicos” que podían a veces aparecerse en nuestras pesadillas. Pero ese era un temor más bien educativo que nos enseñaba que no debíamos hablar con extraños, igual que el miedo que las abuelas y las madres tradicionales solían inculcar a los niños para que hicieran sus deberes. Ahí estaba el señor del costal, o el ropavejero, que vendría por quienes no se comieran su plato entero, o no tendieran su cama.

A diferencia de esos temores accesorios en la educación de la niñez, ahora los padres suelen heredar un temor real por la violencia que, se dice todo el tiempo, está presente en las calles. Y por eso muchos niños ya no salen a jugar, y viven diarias tardes de televisor y chatarra, tal vez con temores igual de irreales que los que teníamos hace años, pero con una dosis más alta de videojuegos y grasa corporal.

Pues esos niños vagos que gritaban todo el tiempo afuera ya no viven aquí, y la casa que dejaron fue inmediatamente habitada por un nuevo vecino. Se trata de un hombre de unos 35 años, que habría pasado desapercibido por mí de no ser porque lo ví construír a un lado de la puerta de su casa un altar religioso. Cuando lo vi hacerlo, creí que se trataría de un azador de carnes o algo así,  pero el trabajo terminado me sorprendió porque dentro de la “suntuosa” construcción (con mosaicos tipo baño público y luces de árbol de navidad) estaba el santo estrella de los últimos años: San Judas Tadeo.

En la Ciudad el culto al primo de Jesucristo se ha extendido exponencialmente.  Se supone que es el santo de “las causas difíciles”, y quizá por eso un gran número de gentes que ven dura la situación actual lo han tomado como un ancla que  les da un poco de esperanza frente a la causa más difícil de estos tiempos, la que presenta una realidad en la que no hay oportunidades, ni de trabajo, ni de estudio, ni de poder, ni de “vivir mejor”. Como se trata de sectores marginados de la sociedad, se pueden vislumbar ahí muchos males provocados por la ausencia de expectativas ante el negro presente. Y así como muchos seguidores de San Judas piden por salud, o trabajo, otros tantos piden protección para sus actividades delictivas, por lo que el santo ahora “protege” a muchos creyentes del poder de la PGJ, para brindar otro tipo de justicia alterna e ilegal.

Y por eso, con mi mente llena de prejuicios hacia los sanjuderos, veo a mi nuevo vecino tan interesado en hacer un llamativo altar, creyendo fervientemente en que esa figurilla lo va a proteger, mientras yo me pregunto qué tan violento es ese sujeto, qué sustancias inhala y qué música escucha. Me pregunto si al igual que el sanjudero que me quizo quitar mi bolsa en el metro el 28 de Junio, se le hace fácil robar, o si le gusta ir a las fiestas a ver a las morras en el perreo. Me pongo a pensar si sueña con que el santo se le aparece ofreciéndole una mona sabor mango, o si cree que le brinda un halo de protección contra policías y patrullas.

Y me siento mal por mi actitud discriminatoria. Pero me siento peor pensando que son síntomas de una sociedad en la que oír de cadáveres, decapitaciones, incremento de la violencia, pobreza y desigualdad se ha vuelto tan común que ya no sorprende a nadie.

viernes, 25 de junio de 2010

Post tesisaurio.

Viernes y casi acaba un semana más. Casi acaba un mes, en el que por cierto, no he escrito casi nada. Ni aquí, ni en ningún lado. La tesis está presente en mi mente día y noche, lo que me hace recordar una anécdota de mi asesora, en la que contaba que por culpa de una investigación escribió en un documento importante que era el año 1929. A la fecha no he llegado a tal cosa, pero sí he tenido algunos sueños extraños con mujeres católicas que llevan velos negros en la misa, y yo estoy detrás de ellas queriendo analizar sus actitudes para descubrir los mensajes y códigos culturales en sus acciones.

Tras despertar de aquél sueño me di cuenta de que mi presión se estaba trasladando hacia el único espacio en el que me lograba sentir un poco liberada. Es que el tiempo transcurre y se acerca el día en que DEBO entregar ya mi tesis. Y yo pensando sólo en el pasado paso cada día sin cobrar conciencia de lo rápido que esto sucede. Soy una profesional del tiempo, me dedico a pensarlo, a tratar de entenderlo y a intentar detenerlo enfrascándolo en estáticas letras. Decidí dedicarme a la Historia (con H mayúscula), y por primera vez en mi vida me enfrento con lo que significa meterse al pasado con la mente, lo que implica estar todo el tiempo pensando en los muertos de una época lejana.

Aunque mi tema no está tan alejado en el tiempo (es la década 1920), los intentos que hago por meterme en las ideas de esas personas, que tenían códigos de comportamiento e inquietudes muy ajenas a las de mi época, me ha traído graves conflictos. Intento acercarme a las inquietudes de un grupo de mujeres que creían en dios, y que estaban dispuestas a dedicar su vida a luchar por él. Que creían que el gobierno estaba compuesto por una bola de ateos cuyas almas estaban condenadas a ir al infierno, y que además estaban convencidas de que toda transformación era el camino directo a la ruina. Por eso se oponían a las faldas cortas, a los cortes de cabello, a los bailes “escandalosos” y a la educación laica. Decían que si las cosas seguían así, la sociedad iba a desordenarse, iban a desaparecer los matrimonios, y las mujeres no querrían procrear. La ruina total, decían. 90 años ha de eso, ellas no pudieron detener las cosas, y el mundo no se ha acabado.

Y yo aquí sigo, parada en medio de un mundo en el que las certezas se han acabado, en el que el germen del cuestionamiento se ha inmiscuido tan adentro que ya ni nos tomamos en serio aquello que pueda sonar absoluto. La duda está ahí siempre, esperando escuchar una segunda opinión para saciar su apetito. Por eso me cuesta entenderlas, porque ellas sí que tenían una certeza: creían.

Por eso ayer leía con mucho interés una nota que apareció en La Jornada acerca de las inconsistencias en los censos médicos que analizan la relación entre el tabaquismo y ciertas enfermedades. En ella se desató la polémica abierta en torno a las consecuencias del cigarrillo, porque el autor expuso una postura contraria a la clásica, que dice que fumardacáncer, y como era de esperarse, alguien levantó la voz para refutarlo.

Lo que decía el autor, era que los datos que manejan las organizaciones antitabaco vienen de fuentes poco confiables, ya que sus investigaciones están financiadas por farmacéuticas que crean medicamentos para ayudar a la gente a “dejar de fumar”. Lo que quiero decir con esto es que por más que uno crea en algo, como que el tabaco es malo y provoca cáncer, siempre habrá alguien que pueda refutar, o al menos, abonar un poco a la idea contraria. Y así los no fumadores podemos fácilmente creer que fumardacáncer y sentirnos mejor porque no fumamos, mientras que los fumadores pueden aferrarse a la idea de que eso no está comprobado al 100%, y de que muchos cancerosos contrajeron la enfermedad por otra cosa, como comer margarina, hablar por celular, o estar demasiado cerca del microondas.

Es que ahora hasta las certezas “científicas”, o sea, que según son irrefutables y por eso se vuelven ley, se cuestionan. Y así los fumadores ya no le creen ni a los médicos. Y los no fumadores, pues tampoco…

Que qué tiene que ver esto con mi tesis. Pues todo, porque en la base de los pensamientos humanos, de las cosas que mueven a las personas a actuar de tal o cual forma, están una serie de ideas muy fijas, que dan impuso a la existencia. Esa es la certeza primordial, que puede estar en cualquier cosa, como en la idea de que trabajando más y más uno va a tener más dinero y gracias a eso va a alcanzar la felicidad, en que los hijos que uno tuvo necesitan a sus padres pa poder vivir, en que la democracia es el camino más corto a la justicia o qué se yo…

Mis damas católicas tenían una certeza, que según yo, si alguien ya se la creyó (o no la ha puesto en duda nunca) es la más grande certeza de todas, la que le da una base totalmente lógica (teológica) a la existencia: la creencia en dios. Así nomás, en dios. Y con base en esa idea ellas actuaron en un mundo que parecía serles muy hostil y hasta ayudaron a que se hiciera una guerra en nombre de dios. Y yo por eso no las entiendo, porque ahora cualquier cosa puede ser cuestionada. Porque a mi las certezas así nomás no se me dan, y básicamente porque no creo en dios.

Pero cada día que paso pensando en el asunto, creo que me acerco un poquitito más a lo que sentían al ver que la base de todo lo que creían empezaba a desmoronarse sin que pudieran hacer nada al respecto. Eso que ellas vivieron fue sólo una manifestación más de ese camino a la no-certeza, cuyos frutos están en el aire que respiramos hoy, ya sea que fumemos tabaco o no.

Intentaba con todas mis fuerzas sentir fe, aunque sólo fuera para cumplir con mi deber social, pero cuanto más insistía y buceaba dentro de mí, más me sentía obligada a reconocer que no creía. En cuanto yo sabía, incluso el alma había huído de mí. Se daba el caso curioso de que, por primera vez (…) me sentía obligada para con los demás, y no para mi alma o para con Dios, lo cual era una demostración de que había perdido a Dios…

                                Memorias de una joven católica

                                                         Mary Mc Carthy

martes, 25 de mayo de 2010

El metro, metáfora de la corrupción.

La desorientación siempre va conmigo. Es una compañera que me arrebata la atención hacia el espacio y las señales más simples, y me lleva por caminos poco ortodoxos, a veces sinuosos y confusos. Pero está bien, porque suele poner a prueba mi capacidad de disimulo y me quita la vergüenza de pasar por el mismo lugar una y otra vez en busca del letrero preciso que me indique a dónde debo ir. Es que sorprendentemente, los caminos que suelo recorrer regularmente parecen transformarse de una forma tan vertiginosa, que mi cerebro es incapaz de reconocer las mismas esquinas, las luces, los grafitis y los colores de las paredes.

El problema es que la ciudad nunca es exactamente igual. Se encuentra en una dinámica tan rápida, que ha absorbido mi orientación natural basada en el espacio y el tiempo -que en algún momento respondía a referentes naturales y estables, como el movimiento del sol-, y la ha convertido en una inagotable inquietud por el triunfo del contrarreloj contra las obras públicas, contra el azar y, sobre todo, en un caótico impulso por reconocer señales gráficas que me hagan moverme como lo establecieron los burócratas dictadores del planeamiento urbano.  Y todo esto se vuelve más notorio en los pasadizos subterráneos que suelo utilizar para transportarme, porque aunque éstos están diseñados para que se agilice el transporte, a mí el hecho de andar por debajo de la ciudad con la consigna de ver la luz del sol hasta que llegue a mi lugar de destino siempre se me complica un poco.

Es que el metro es una ciudad alterna construida cual inframundo en que el tiempo se detiene, y las personas obsequiamos a la eternidad un montón de horas perdidas, que desaparecerán de la memoria por inútiles, por monótonas y por lineales. En el metro siempre pueden encontrarse las indicaciones exactas sobre cómo llegar a un transborde, en qué estación bajar y hacia dónde caminar para subir de nuevo a la superficie. Sin embargo, esta estricta planeación dejó abierto alguno que otro recoveco que dejó abierta la posibilidad para que las personas desafiáramos las reglas establecidas, y en vez de seguir la flecha que dice exactamente por  donde va la “correspondencia”, exploráramos caminos alternos que nos libraran de subir una escalera, de caminar diez pasos más, o mejor aún, nos dieran la valiosísima oportunidad de entrar primero al vagón para correr desesperadamente en busca de apañar un lugar vacío.

Así, aunque hay reglas bien claras que todos los usuarios del metro hemos acatado, siempre se da el caso de que un necio machín insista en entrar al lugar asignado sólo a las féminas perfumadas por las mañanas y sudorosas por las tardes, o de que se hayan creado rutas alternas que hacen irrisoria la existencia de los letreros de “no pasar”. Pero a personas desorientadas como yo, que solemos ir por la vida “papaloteando”, esto nos complica un poco las cosas, porque en medio de la vorágine de una hora pico en una estación concurrida, los desorientados solemos caminar llevados por la masa ingente, y nos damos cuenta muy tarde de que el camino recorrido no es el correcto.

Como muchos de los letreros creados ex profeso para orientar a los neófitos son ignorados por los veteranos, los desorientados tenemos que echar a andar la mexicanísima costumbre de no seguir las reglas y encontrar caminos alternos. Lo más curioso de esto, es que se va convirtiendo poco a poco en La Forma de hacer que obras (como el metro) funcionen, aunque hayan sido planeadas con rigidez matemática. Y así pasa diario, y los letreros se van volviendo obsoletos, pero nadie los quita de su lugar.

Y así fue que por fin comprendí cómo en mi país lo que mejor funciona es la corrupción.

lunes, 10 de mayo de 2010

El Puente Maldito

En el camino a mi casa hay un puente maldito. Es uno de los múltiples recovecos citadinos en que ha florecido la inseguridad. De noche pasar por ahí me producía un temor inexplicable de paranoia y vértigo al ver sus oscuras escaleras solitarias. Es que ahí me asaltaron hace varios años a plena luz del día. Yo iba a visitar a una amiga que vive muy cerca, y me amenazó un tipo flacucho, al que fácilmente pude haber tirado de la escalera con un patadón samurai. Pero no lo hice, porque yo era adolescente y me sentía muy vulnerable. El tipo aquél me dijo muchas groserías, mientras me amenazaba con que tenía un cuchillo en la mochila y me iba a “picar”. Le di mi cartera temblando, y me dijo “no te pongas nerviosa” con voz rasposa, lo que más bien me hizo sentir coraje y también un poco de inexplicable confianza que me hizo pedirle mi credencial de la prepa.

En otra ocasión, hace poco tiempo, iba subiendo las escaleras del mismo puente para ir a la escuela, cuando un tipo que venía frente a mí bajándolas se me quedó viendo y me dio una nalgada. Fue un momento horrible, en que sentí que mi bilis se derramaba de coraje y me hervía la cabeza. Lo peor fue que al voltear a ver a ese despreciable ser humano, éste me miró con una sonrisa burlona de negra y asquerosa dentadura. Esa burla significaba que estaba orgulloso de lo que había hecho, y de que se sabía inmune ante mi, porque aunque ese execrable tipo no estaba muy dotado de estatura ni masa muscular, sabía que yo no me atrevería a querer vengarme rompiéndole la cara sino que más bien querría huir. Tristemente, el escenario inhóspito de un puente peatonal me dejaba sola ante un degenerado, que intentaría saciar su insatisfacción y desdicha con una agresión efímera que lo hiciera sentir el poder que la sociedad le niega todo el tiempo. Lo único que pude hacer fue gritarle alguna groseria que finalmente le hizo ver que me sentí ultrajada y que, por lo tanto, había logrado su cometido.

Como ese puente se convirtió en el escenario de actos como ese, hace poco pusieron policías que permanecían ahí día y noche. Pero el “operativo” duró muy poco, y ahora sigue sin vigilancia alguna. Por eso muchas personas prefieren atravesar el Periférico corriendo, lo que resulta más peligroso, pero menos inseguro, porque el control de sus vidas está en su propia agilidad y pericia, y no en la voluntad chaca de un asaltante desquiciado.

Hasta hace unas semanas, solía evitar a toda costa atravesar sola ese puente en las noches, pero por necesidad lo he tenido que hacer últimamente, lo que ha sido bueno porque el miedo se ha ido esfumando paulatinamente. Supongo que el hecho de obligarme a hacer algo que me atemorizaba me hizo ver que no estaba tan mal como lo visualizaba. Incluso hace poco iba yo sola caminando por ahí en la noche, con los audífonos puestos escuchando a Ray Charles, y no pude evitar sonreír y sentirme muy segura en la oscuridad. Y el hecho de que me sintiera segura justo ahí mientras caminaba con ritmo y estilo, me dio una sensación de autocontrol muy placentera por haberme desafiado a mi misma a través de un puente cuya peligrosidad me rebasa.

Sé que es una forma estúpida de sentirse bien, porque implica cierto “riesgo” (digo, tampoco voy a caer en actitudes suicidas en esta ciudad de locos). Pero también implica que puedo andar sola en las calles sin paranoia y con cierta libertad. La ciudad, después de todo, no es tan mala como la pintan.

jueves, 6 de mayo de 2010

Paradójica desdicha feliz

Vi noticias. Estaban hablando del derrame de petróleo y del número exorbitante de animales que podrían morir por ese desastre, y no pude evitar sentir que mi ánimo se iba al inframundo. Pocos días después hablaban de la contingencia ambiental en la Ciudad, y recordé que este escenario gris y decadente existe desde que tengo memoria. Recuerdo muy bien que cuando era niña me enteraba de la contaminación porque ese día no salía al recreo. Ahora, creo identificar síntomas claros en mi cuerpo a causa de los imecas: irritación en los ojos, sequedad en la garganta y dolor de cabeza.

Que el mundo se está calentando ya no es noticia. De tan sabido aburre. Pero aún así me sorprendo por la ola de calor infernal que invade el ambiente, y eso que a mi el calor me encanta, pero el bochorno que me hace sudar me lleva a entender por qué casi todas las personas prefieren el clima gélido. Pareciera que ahora el sol se está vengando con cada uno de sus rayos de una humanidad inclemente con su obra maestra, y tiene razón: ya la cagamos.

Lo peor de esto es que debo conjugar el verbo cagar en la primera persona del plural, porque me guste o no formo parte de la especie que arruinó las cosas. Mea culpa, mea culpa: uso gasolina, pilas, gas, energía eléctrica, produzco basura y hasta exhalo CO2 y gas metano que destruye la capa de ozono. Y por más que quiera, con el simple hecho de existir ya me chingué algo.

Ante este panorama decadente (no sólo por la situación ecológica, sino por un sinnúmero de cosas), la felicidad parece ser sinónimo de inconsciencia, porque ¿cómo diablos alguien puede estar feliz en un mundo que se deteriora a cada segundo? Por eso yo le comentaba a un amigo (hola Tadeusz!), luego de que me hizo la clásica pregunta para iniciar una conversación, ¿cómo estás?, que estaba extrañamente contenta, pero que eso mismo me hacía sentir incómoda. Es que el espíritu de estos tiempos debería ser la desdicha, y estar optimista es como manejar un auto en sentido contrario con los ojos cerrados.

Pero la sonrisa a veces se me escapa de los labios, y la idea de que no puedo evitar el futuro, pero sí tratar de moldearlo de una forma en que sea posible que mi inconsciencia aparezca repentinamente, me reconforta un poco frente a este clima acalorado y seco. El problema es que enseguida me crea conflicto sentir esta cosquilla de esperanza…

miércoles, 21 de abril de 2010

De rojo

El color rojo atrae la mirada automáticamente. Es quizá el color más vivo del espectro, el que por naturaleza nos llama y por lo tanto, el que representa la tentación y lo prohibido. Es por eso que en la mitología judeocristiana se relacionó al fruto rojo por excelencia como símbolo de la sensualidad, la sabiduría y el pecado. Por eso, anque en la Biblia nunca se menciona a la roja manzana, no podría haber sido otro fruto al que la imaginación humana dotara de esa carga, porque sólo por ella podría borrarse de tal manera la razón e incluso las órdenes divinas, y provocarse el inicio de una era de castigos inclementes.

Y por eso es roja la etiqueta del refresco más dañino y, al mismo tiempo, más placentero para algunos. Rojo es el vestido de la mujer fatal, rojos sus labios y rojas sus uñas. Y son rojas, porque en ese color se juntan los deseos más extremos de los seres humanos. Ahí radica la síntesis más perfecta del deseo de vida y de muerte, del eros y el tanatos, porque roja es la sangre que da vida, y que también, al hacerse visible, nos recuerda que la muerte está cerca.

Roja quedó la ropa del asesino, y rojas fueron las uñas de la mujer que eligió como su presa nocturna.

Y rojo es como colorean al infierno, lugar en el que seguramente se bebe sangrita y se derrama sangre en manos del verdugo, en el que abundan cocacolas y lápices labiales cuya marca hace pruebas con animales que sangran, sangran de dolor. Ahí, también se miran rosas rojas, cuyas espinas hacen sangrar las manos.

Me pinté las uñas de rojo, llevo un día entero viendo ese color en mis manos pensando que se ven muy lindas y que parece que acabo de asesinar a alguien.

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lunes, 19 de abril de 2010

Perfume

Si la vida es una mierda, la fétida existencia no tiene que ser placentera, y la búsqueda de la felicidad es un vano intento por alcanzar un idilio inexistente. Pero el sentido de las cosas, que no es más que una invención arbitraria, se vuelve una necesidad para evitar el olor. Finalmente para eso se inventaron los perfumes.

martes, 6 de abril de 2010

Antiempleo o indigencia exquisita.

Para qué trabajar, si la vida es gratis. Además, viviendo un momento histórico en que se inventan increíbles avances tecnológicos que pretenden hacer el trabajo menos difícil, resulta absurdo trabajar sólo para conseguir esos bienes cuya labor está destinada a que se olvide, aunque sea sólo un momento, la desdicha de trabajar.  Por eso ha crecido desmesuradamente el índice de personas “desempleadas”, que más bien tendrían que ser llamadas de una vez por todas con otro nombre, porque no están carentes de empleo, como dice esa definición, sino más bien están en una etapa de descubrimiento de la verdadera importancia del tiempo libre. Por eso a partir de ahora estas personas deben ser llamadas “antiempleadas”, ya que han logrado ver más allá del corto panorama laboral, para pasar a exhibir su libertad irrefrenable por las calles de esta hermosa ciudad.

Todo comenzó cuando la caridad, Máximo Valor de Nuestros Tiempos, se convirtió en la actitud más reconocida por propios y extraños, gracias a que en las más importantes revistas de moda, y en los portales más visitados de Internet se fomentaron los valores universales de la nueva actitud humana, que ensalzaban a quienes resultaban más sacrificados y bondadosos con el prójimo, a quienes no ostentaban lujos ni riquezas, y a quienes tenían el afán filantrópico de ser recordados en la posteridad por sus buenas obras y amor exacerbado. En poco tiempo las clases sociales más favorecidas, comenzaron a anhelar ser parte de la bondad infinita que recorría el espíritu de la población en general, y dieron ejemplos únicos de su genuino interés por hacer un poco más felices a los demás.

No se vaya a creer que lo que buscaban era fama, y aparecer en las revistas y portales como los más bondadosos. No, nada está más alejado de la realidad. Lo que estos ricachones buscaban era una nueva y renovada forma de vida, en la que los bienes materiales serian vistos sólo como objetos cuyo valor se mide mediante la sonrisa de quien lo recibe por obsequio. Fue así como comenzaron mesuradamente, donando primero cada vez más monedas a los indigentes, a los limpiaparabrisas, a los payasitos de crucero y hasta aumentaron al triple las propinas de meseros, botones y demás trabajadores de servicio.

Algunos ricos ingenuos pensaron equivocadamente que la mejor manera de hacer felices a los demás con sus bienes materiales, era hacerlo de la manera tradicional: mediante obras caritativas bien organizadas y cubiertas por los medios de comunicación, que detalladamente daban santo y seña de cuánto se había donado y a dónde (no sin hacer un recuento de la vida de los donadores, mostrando su excelencia y superioridad hacia la población en general). Pero esta actitud trajo la desaprobación de los sectores más concientes de que la caridad y bondad, si va acompañada de luces y cámaras de televisión, no es más que una búsqueda insaciable de reconocimiento egoísta. Fue así como se acabaron las asociaciones caritativas, y cundieron con prontitud las acciones aisladas y autónomas de dadivocidad infinita.

Como las clases altas siempre han sido un modelo a seguir para la población que aspira a ocupar un lugar más alto en la escala social, los llamados “clasemedieros” quisieron imitar esa conducta, y comenzaron a regalar, aún con mayor soltura y a manos llenas, todas las cosas de valor que tenían. Las abuelitas se desprendieron de los anillos de boda que habian estado en la familia por generaciones; los padres regalaban aparatos electrodomésticos y demás chunches costosas e inútiles; las madres daban sus joyas, ropas y dinero al primero que veían pasar por la calle; mientras que los jóvenes se deshicieron de sus ropas de moda, discos, condones y juegos de video tan rápidamente como pudieron.

Había dejado de ser bien visto el interés por acumular cosas, ya no se sentía esa felicidad efímera al adquirir algún objeto que en poco tiempo sería obsoleto. Al parecer las personas se dieron cuenta de que las cosas materiales no tenían alma, y por eso comenzaron a desprenderse de ellas sin más.

Así, el trabajo comenzó a ser en poco tiempo una actividad inútil, y quienes continuaban teniéndolo como un acto de desarrollo personal y social, vieron que en poco tiempo la actividad primordial de sus vidas perdía sentido. Por eso los trabajadores comenzaron a salir a las calles para recibir una dádiva –que en la mayoría de los casos resultó generosa- que los hiciera pasar un día más sin preocupación alguna.

Ahora, tras algunos años de que acabó el interés por la acumulación, y de escuchar un sinfín de argumentos acerca de la fatalidad de que se perdiese el natural derecho y anhelo del ser humano de poseer, el nivel de antiempleados crece y crece, y las personas exhiben su felicidad al dar y al recibir en actos que se han vuelto cotidianos, y no sorprenden a nadie. Pero aún cunde la sospecha de que los Máximos Valores de Nuestros Tiempos no son más que un distractor que encubre planes indecifrables de motores que buscan alguna finalidad difícil de comprender. Por lo pronto se escuchan funcionar las máquinas de las fábricas abandonadas, y se rumora en algunos lugares que se busca sólo la pauperización total para lanzar un nuevo valor que sea el que le permita a la especie humana encontrar una razón para subsistir.

viernes, 26 de marzo de 2010

De cómo un cristal me salvó de la muerte prematura

Parecía que me seguían. Escuchaba su vomitibo zumbar en mis oidos, porque querían acercarse a mi a toda costa. Yo estaba asomada a la ventana, y podía ver a través de ella cómo aquellos seres carentes de cualquier dejo de inteligencia se acercaban peligrosamente al cristal, sólo para retroceder tras golpear sus múltiples ojos con esa barrera invisible a su estúpida mirada.

Había muchas moscas del otro lado de mi ventana. Esos insectos que seguramente cumplen alguna función importante en la naturaleza, son la única cosa en todo en el mundo que me hace sentir asco. Retrocediendo en el pasado, creo recordar que un día estaba en la casa de mi abuela, y la puerta estaba abierta mientras afuera estaban azando carnes, cebollitas y nopales en un comal. Las moscas, atraídas por el olor pero alejadas por el humo, se metieron a la casa, y se arremolinaron en el techo cual abejas a punto de formar un panal. Pocos días después, me enteré en un libro de que las moscas transmiten las peores enfermedades, están cargadas de bacterias escatológicas, y se alimentan de pura materia descompuesta y asquerosa.

Es raro que lo que me produce asco no es esa materia maloliente, sino los seres que la llevan a cuestas. Es que la caca o la carne descompuesta, en sí misma no se mueve hacia mí, ni produce un sonido estresante, ni tiene patitas que se frotan, ni le hicieron una película llena de pelos y viscosidad… Las moscas sí, y una vez mientras me comía un Danonino dos de ellas se metieron en mi boca. Siendo lo único en el mundo que me da asco, esa fue muy mala suerte, pero afortunadamente mis conexiones cerebrales no se condicionaron para que relacionara automáticamente el Danonino con las moscas.

Mientras veía por mi ventana, no podía dejar de sentirme intrigada por saber por qué estaban volando tantas justo ahí. No veía ninguna suciedad horrible cerca, ni había un cadáver en el que pudieran depositar sus huevecillos. Me intrigaba saber por qué estaban acechándome, por qué justo a mí me seguían, por qué intentaban atravesar el cristal y avalanzarse sobre mi para posarse con sus patas de mierda en alguna de mis extremidades.

Tal vez debía morir ese día, y ellas lo sabían mejor que nadie. Su especialidad en el mundo es anunciar la muerte. Ellas pueden oler la descomposición de la carne, aún antes de que el proceso biológico dé inicio, y como saben del festín que está por comenza, hacen su aparición ruidosamente y con el estrépito digno de seres tan repugnantes.

Pero había un cristal entre ellas y yo, una materia que no estaba en la naturaleza cuando ellas fueron creadas. Por eso cuando sintieron la muerte cerca de mí, intentaron cruzar el cristal como si éste no existiera, para comer mi carne, para deshacer mi existencia con sus estrategias de putrefacción, y no pudieron. Así fue como la tecnología más simple me salvó la vida.

usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto.Vivo aún el paciente, ellas acuden seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa más sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca.

Horacio de Quiroga

Réplica del hombre muerto.

lunes, 15 de marzo de 2010

Del desencanto

Hay mucha desdicha, eso lo sé desde hace mucho tiempo, pero a veces se me olvida.

Sé que, a menos que un ser humano padezca un desorden mental, la empatía hacia el sufrimiento ajeno es una condición de nuestra especie, pero en este mundo sin paradigmas es difícil dicernir entre lo necesario y lo preocupante. El problema es el desencanto, que inunda el ánimo y lleva al desenfado, aunque en mi caso la intranquilidad más bien se trasladó hacia preocupaciones menos escandalosas.

Todo esto va por la apatía que suelo sentir hacia mi propia especie, hacia una humanidad que parece no tener remedio y estar hecha para la autodestrucción. No es taan severo el asunto, pero me duele ver que las cosas no tienen pies ni cabeza, o que el sentido está en la lógica de la rapacidad sin control. Y creo que hay muchas huellas de esta situación que están por todas partes, pero quizá, y sólo quizá, se expresan de manera más cruda en lo que no es humano.

Un día vi morir atropellado un perro. Yo andaba vacacionando en Pachuca, y le pasó un auto encima de la cabeza. Lo ví desangrando y no pude evitar ir y tocarlo, como si mi tacto y mis palabras pudieran aminorar su sufrimiento. Había ahí dos policías que se burlaban de mí, y fingían con risa que le hablaban a una ambulancia. Mientras mi ánimo se iba al subsuelo.

Hace poco no pude evitar ponerme a llorar al ver imágenes de los experimentos  que la industria cosmética hace con animales, y la última fue presenciar cómo una perrita sufría al ser acosada por un montón de perros. Ella estaba en celo, y en la calle a  cada rato era “montada”, lo que provocó que su vagina se saliera y no pudiera moverse con normailidad. Tuvieron que sacrificarla.

Como ésta tengo varias anécdotas muy desafortunadas, en las que lo sorprendente es la indiferencia de las personas. Eso más bien me hace preguntarme si la anormal soy yo, por pensar de más en esas cosas…

domingo, 21 de febrero de 2010

En las calles ando

Viernes. Periférico a las 7:00 pm.

Hace apenas tres años, el mismo recorrido me habría tomado quizá una hora menos. Miro por la ventana del camión, que además viene llenísimo, y me doy cuenta de que en casi todos los autos va sólo un pasajero: el conductor, y eso me pone triste. En medio del tráfico y con el cansancio encima, no puedo tener pensamientos optimistas hacia la humanidad, y más bien me imagino un estereotipo de execrables personas cuyas vacías vidas giran alrededor de su auto.

Pienso cómo desde que eran niños, estos conductores jugaban con sus hot weels cumpliendo así con una parte importante de un proyecto histórico que hoy ya está llegando a sus límites. Se les estaba educando para luchar por conseguir bienes materiales, de los cuales, uno de los más importantes era el automóvil, no por casualidad, sino porque sólo así se echaría a andar en toda su magnitud el negocio del petróleo. Ese niño que jugaba con carritos, creció creyendo que un auto atraería chicas. No era un ingenuo, porque efectivamente, cuando se compró su primer auto vio que las mujeres comenzaban a decirle que sí...

Además, el carro es una muestra de la personalidad, del estatus, y sobre todo, una extremidad artificial que da muestra de poder, en este mundo en que las cosas que existen son sólo aquellas que se ven. Por eso para muchos es vergonzoso ir en transporte público. Se sienten disminuidos, les da pavor pensar que no existen, que forman parte de una masa indefinida que se confunde entre la insignificancia y la desdicha, porque no tienen duda de que son porque tienen. Y por eso se deben apretar fuertemente el volante, deben escuchar los gemidos del motor y deben anunciar su ser con el salvaje sonido del claxon. Así, salen de la oficina con dolor de cabeza, odiando al jefe, a refugiarse del mundo en una burbuja con asientos de piel y clima artificial.

Por eso el día que me encontré a mi ex-jefe de la adolescencia en el pesero, tuvo que justificarse. Le dio vergüenza que yo, una insignificante adolescente que iba cada semana a la oficina a recoger volantes para repartir en las calles, lo viera viajando así. Sintió que estaba bajando al nivel de gente tan común como yo, que fui su subordinada oficial y por eso me saludo y me explicó que se le había descompuesto el coche. Yo no se lo pregunté, pero parecía muy interesado en que yo me enterara que sí tenía auto, que sí tenía valor, y que por lo tanto, seguía siendo superior a mi...

Pero, de repente estoy varada en un tráfico insufrible, pensando cómo el anhelo tan "normal" de tener un auto ya desquició todo. La finalidad esencial, que es la de la movilidad, ya no puede satisfacerse con un auto, sin mencionar cómo las medidas para reducir la contaminación son insuficientes... Son peor que insuficientes, son un campo más para que florezca la corrupción: aquí las verificaciones vehiculares, que miden la cantidad de contaminantes y determinan si un auto puede o no circular, quedan garantizadas con dinero.

No importa, las personas seguirán anhelando un auto, y lo usarán para aumentar su neurosis en medio de este tráfico que me tiene hasta la madre!!!

(eeeee, ya tengo bici!!!)
… el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada uno una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra y otra.
                                           “La autopista del sur”
                                                           Julio Cortázar

domingo, 14 de febrero de 2010

De la decena trágica.

Es temporada de zopilotes”…Fue la última frase del libro.*

Estaba trepada en el pesero, y acabé de leer ese texto acerca de la “decena trágica” escrito por Paco Ignacio Taibo II, cuando me vino esa sensación pasajera de saberlo todo. Es sólo un pequeño instante en que puedo saborear las cosas que alguien más narró, que se encuentran estáticas en forma de letras esperando que alguien las reviva con la mirada. Y me siento privilegiada por haber sido cómplice de esos susurros visuales, que no pasan por mis oídos, sino por mis ojos.

Aunque esa sensación suele suceder siempre al final de un buen libro, esta vez pasó algo distinto. Algo un poco más especial.

Era 9 de Febrero, mismo día en que hace 97 años fue tomada la Ciudadela por los militares antimaderistas que se empeñarían en derrocar al primer presidente electo tras los años de porfirismo: Francisco I. Madero, aquél chaparrín chistosón, que creía en espíritus y fue tan ingenuo que no se dió cuenta de que sus subalternos andaban conspirando en su contra. Él ha sido el principal mártir de nuestro panteón nacionalista por demócrata, en estos años en que la democracia se nos presenta como la panacea de los sistemas políticos.

Aahh! Lo mataron.

Es que era un tipo peligroso, porque la legitimidad estaría en su favor mientras viviera. Si no se rajó con el aparato militar y político del Díaz, segurito hubiera planeado algo contra el Huerta, o quien fuera… Total, lo mataron. No lo mandaron a Cuba a tomar mojitos, como lo propuso el embajador cubano en México. Lo mataron. Y mataron a su hermano, por grillero también.

Pero al menos no lo sacaron de Palacio en pijama…

Como sea, fue un demócrata de hueso colorado, y por lo tanto un confiadote e ingenuote que creía que el “pueblo” existía por sí mismo. Que creía que el “pueblo” siempre sabría lo que era bueno para la “patria”, que creía en la libertad de expresión aunque los medios impresos fueran propiedad de sus enemigos, y que, en fin, también creía que los espíritus le hablaban.

Por eso se lo echaron, porque la revolución la hicieron con la fuerza, no con ideales bizarros.

Levanté la mirada después de leer que la viuda de Don Panchito Madero, Sara Pérez (o el sarape de Madero, como la apodaron en la época), vistió de luto hasta el último día de su vida, cuando vi que pasaba justo frente a la Delegación Venustiano Carranza. Moría de ganas de correr a abrazar la estatua del remedo de Coronel Sanders, para sentir que la venganza es dulce. Pero tenía que llegar al AGN, antes cárcel de Lecumberri, y entrar  por el mismito lugar en que encontraron el cadáver de Madero todo cubierto de piedras la mañana del 22 de Febrero de 1913…

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*Paco Ignacio Taibo II, Temporada de zopilotes, México, Planeta, 2009.